Teófora:

Me dices que hay una enorme resistencia al quehacer de los historiadores en nuestra tierra. Es como si estos tuvieran que reivindicar la idea de que los andaluces y andaluzas fueran víctimas de un “fatum” y “necesitaran redimir sus culpas, su apatía como decía Blas Infante en la letra del himno: “volver a ser lo que fuimos...” (González de Molina).

Lo que debería explicarse es el origen y la persistencia de esa idea, más allá de la propia funcionalidad movilizadora de la idea de fracaso hoy. Esta surgió en el movimiento intelectual y político que denominamos “Regeneracionismo”.

Muchos fueron sus practicantes desde la Generación del 98 hasta Joaquín Costa; y todos ellos tuvieron influencia sobre la intelectualidad andaluza de aquel momento, desde Blas Infante hasta Díaz del Moral o Pascual Carrión; que además fueron influenciados por los viajeros románticos que visitaron nuestra tierra y la vieron “exuberante y rica pero abandonada por la inercia, la indolencia y poco dada al trabajo” (López Ontiveros).

Aquellos escritores andaluces se empeñaron en rechazar la idea de que la decadencia de un pueblo, el andaluz, que lo había sido todo en la historia peninsular (Cano), fuera producto de una “especie de enfermedad incurable del ser andaluz”. Buscaron razones y con intuición y atrevimiento la encontraron en la llamada “Cuestión Agraria”.

En consonancia con lo que Joaquín Costa había argumentado, las razones del inmovilismo agrario se buscaron en la prevalencia de una “aristocracia terrateniente”. Se creía que los latifundios (Artola) constituían auténticos “residuos feudales” y por otro lado los minifundios, también, eran los responsables de la pobreza y la incultura.

Andalucía aparecía en los estudios de índole histórica como ejemplo, sobre todo la occidental y en especial el Valle del Guadalquivir, de régimen de propiedad de latifundismo agrario -que se inicia en la etapa de los “repartimientos” medievales (J. González)- aunque la existencia de un grupo de grandes propietarios se complementaba con la presencia de medianos o pequeños propietarios (Mata).

Una propiedad de la tierra que no tiene más esencia que la capacidad de generar determinados tipos de relaciones humanas, relaciones a veces triangulares -entre propietarios, arrendatarios y jornaleros-bilaterales-entre propietarios y colonos o entre propietarios directos y jornaleros-o en último término, relaciones internas en el grupo campesino, a la vez propietario y cultivador(Ruiz Valle); y que además posee un estilo de vida y estrategia de relaciones de parentesco (Heran), singularmente en el grupo de los grandes propietarios.

De esa manera pues, la tierra y las relaciones entretejidas en torno a ella -es decir considerada esta como principal recurso económico y generadora de estrategias de reproducción social basadas en la familia y otras construcciones mentales e ideológicas (Almansa)- la denominada por los coetáneos como “Cuestión Agraria”, se convertiría en la clave interpretativa de nuestro pasado, en el eje central sobre el que ha girado el devenir histórico de Andalucía en los últimos siglos (Bernal).

La “redención de Andalucía” solo podía venir, tal y como proclamaba Blas Infante, de una reforma agraria que finalmente diera soluciones efectivas a la “cuestión del campo andaluz”. De ahí que la tierra y su “Reforma” (1932,1984) se convirtieran en uno de los rasgos significantes para los andaluces, en un marcador de identidad (Pérez Yruela y Vives Azancot).

Pero, Teófora, los largos años de la dictadura franquista acabó con aquella historiografía. El recuerdo de la II República y la interpretación “regeneracionista” se “dejó en manos” de los intelectuales opositores frente a una historiografía oficial que atacaba al liberalismo, al comunismo o a la masonería; movimientos a los que se les achacaban los males de la España de entonces.

Estos historiadores “críticos”, en las postrimerías del Franquismo y en los primeros años de la actual democracia, los denominados historiadores “neorregeneracionistas” utilizaron el “método comparativo” (Acosta) que consistió en explicar las deficiencias que desde comienzos del siglo XIX mostraba Andalucía respecto a otros países, utilizando términos como el de ”atraso” o “subdesarrollo”, según la orientación política-ideológica de cada historiador; y señalando la responsabilidad de los grandes propietarios terratenientes, pero también del empresariado andaluz e incluso de la burguesía estatal.

Esta tendencia, inscrita dentro del “paradigma del atraso”, podríamos denominarla como “historiografía del fracaso” (González de Molina), y que mantenía que la evolución reciente de Andalucía era el resultado de un doble fracaso: de la revolución burguesa (Fontana) y de la revolución industrial (Nadal).

En definitiva, la “cuestión agraria”, la “desindustrialización”, la “dependencia” y el “subdesarrollo” eran las cuatro “patologías” de nuestro estado de postración económico y social pero también del fracaso político manifestado en forma de “caciquismo y clientelismo” (Tussell), como si existiera en Andalucía una “incapacidad económica y también para la democracia, estigmatizando lo rural andaluz especialmente” (Soto).

Sin embargo, Teófora, la sociedad andaluza estaba cambiando después de la consolidación del régimen democrático de 1978, la rearticulación del Estado en autonomías especialmente a partir de principios de los años ochenta del siglo pasado o el ingreso en la Unión Europea en 1986.

Pero aquella idea además, la del fracaso, no era compartida por una parte importante de andaluces y andaluzas, porque no encontraban en aquel discurso respuestas adecuadas a los retos que tiene planteados la sociedad andaluza actual y que “la ausencia de una potente industria o de una modernización agraria con anterioridad a los años setenta del pasado siglo no pueden considerarse patológica”.

Y por ello comenzó a plantearse la necesidad de explorar nuevos argumentos para la renovación del discurso no solo del pasado andaluz sino también de la economía, la sociedad, la política (Cruz Artacho y Valencia) y la identidad cultural de Andalucía (Garrido).

Esto puede ser polémico, Teófora, pero los historiadores actuales no quieren ofrecer tampoco una visión optimista por oposición a la anterior, ni mucho menos.

Estos afirman que hay enormes carencias en el tejido empresarial, en infraestructuras, en determinadas actividades económicas, en capacidad de empleo y de generación de riqueza. O que existe además una dependencia energética o de la financiación exterior que requieren crear nuevos instrumentos de financiación económica basados en criterios de sustentabilidad de la triada medio ambiente-capital-trabajo (Infante Amate).

Y también falta inversión en I­+D o se detecta que el peso en el sector industrial de las empresas medianas y grandes es limitado y que los subsectores industriales son asimétricos en comparación con la media nacional (Briones de Araluze).

El hambre, la miseria, la desnutrición, las malas condiciones sanitarias, las enfermedades endémicas, con una crisis ambiental como trasfondo fueron frecuentes desgraciadamente, tanto en campos como en ciudades andaluzas hasta hace treinta o cuarenta años. Aunque han atenuado su presencia. La inversión del flujo migratorio, convirtiéndose de emigratorio en inmigratorio, que Andalucía ha experimentado desde mediados de los setenta del siglo pasado resulta muy expresiva de este fenómeno.

Podíamos afirmar, como decía el sociólogo alemán Ulrich Beck refiriéndose a las sociedades postindustriales europeas, que “las desigualdades no han desaparecido, pero han subido al piso de arriba”.

Pero la enfermedad epidémica del covid-19 visualizará desigualdades en relación a la pobreza con unos índices totalmente inaceptables en una tierra de espléndidos recursos potenciales de riqueza.

Por tanto, Teófora, el escepticismo ha impregnado la reflexión en las ciencias sociales, y claro está en la historia, respecto a la bondad del crecimiento económico y este no constituye siempre garantía de creación de empleo ni de más bienestar sino, quizás, de paro estructural, de empleo en precario, de bajos salarios o de pobreza, que ha llegado a afectar a unos tres millones de personas, un millón de los cuales con pobreza extrema, 200.000 niños y con unos índices superiores al 38% (Coeficiente Gini).

Desde esta perspectiva, se podría decir a la vista del curso seguido por las economías occidentales en los últimos doscientos años que el desarrollo se basó en un tipo de recursos naturales y un tipo de soluciones tecnológicas a ellos adaptadas muy diferentes a las condiciones socioambientales de los países mediterráneos del sur de Europa( González de Molina).

Y además no se comparte el paradigma de los instrumentos habilitados para defender algunos “valores” (Del Pino y Bericat) de la civilización occidental como el de la globalización (Moreno), y que ha propiciado el deterioro del medio ambiente (Delgado Cabeza).

El desarrollo tiende ahora a medirse mediante otros indicadores y no solo por las tasas de crecimiento de la producción industrial, del valor añadido en términos monetarios o del mercado. La vinculación tradicional que se decía que existía entre crecimiento económico, creación de riqueza, aumento del empleo, redistribución de la renta y aumento del bienestar ha quedado definitivamente rota.

En fin, Teófora, frente a una interpretación de nuestra historia que gravita en torno a la idea de atraso y subdesarrollo, hay muchos historiadores que defienden una interpretación nueva formulada todavía en forma de hipótesis pero con evidencias suficientes como para respaldarla y expresarla de la siguiente forma:

“La historia de Andalucía podría entenderse como resultado de la importación y posterior imposición de un modelo (especialmente británico, alemán o estadounidense) de desarrollo “extraño”- “siguiendo una página de la llamada ideología emulativa”- que venía del Norte, de latitudes más frías y húmedas- atendiendo al criterio de que las mismas causas producen mismos efectos- que provocó graves daños sociales y ambientales para los que se tenía límites ambientales muy serios” (Bevilacqua).

Supone también entender las carencias de nuestro crecimiento agrario o industrial no como una “patología social” sino como producto de la escasa adaptabilidad ambiental y tecnológica, colocándose en una situación de dependencia del exterior y que supuso además la imposición de actividades “depredadoras” tanto en recursos naturales como humanos.

En definitiva se trataría de crear un modelo de desarrollo más autóctono y autónomo basado en la profundización sostenible de las actividades productivas actuales como la agricultura, que fija población en el medio rural, una oferta de bienes de energía renovable y servicios ambientales, actividades estas para la que se dispone de un enorme potencial (González de Molina).

O asimismo apostar por una economía más “competitiva” en el ámbito internacional con un turismo de alta calidad que proteja nuestro patrimonio natural y cultural o una industria agroalimentaria, aeronaútica, eólica o solar que se alejen de modelos económicos poco sostenibles y que aspiren a una “transición ecológica”, una digitalización, una reforma del sistema fiscal y una redistribución de la renta.

Pues observamos que actualmente Andalucía forma parte de las economías desarrolladas pero está todavía “desestructurada” y sigue ocupando un lugar subalterno en el conjunto español y europeo.

Sigue “imputando” mucho menos valor añadido y orienta las exportaciones a actividades extractivas o del sector alimentario que tienen una carga elevada de impacto ambiental (Naredo), sin por ello crear empleo de calidad y generar rentas monetarias menores a las de otras comunidades.

Sin embargo enfatizas antes de acabar esta conversación, Teófora, “que en esta tierra culta, luminosa, a veces postrada por el dolor, la soluciones a aplicar vendrán de dentro a fuera y desde abajo”; desde la democracia (Máiz) con mayúsculas; que no queremos sobrevivir, sino vivir; “que somos nosotros los que tenemos que hacer la cena si tenemos hambre, y no esperar a que nos la haga el que venga” (Gala).

Hagamos la cena que es la hora, Teófora.