Un niño gordo me mira sin ternura. Demasiado serio. Una severidad impropia de su edad. No está enfadado, ni triste. Es una solemnidad de iceberg. Una ausencia estridente. Viste una camiseta blanca muy ancha y unos vaqueros con el cinturón exigido bajo su tripa. A su lado hay otros chavales. Casi todos sonríen, casi todos tienen peinados extraños, casi todos buscan algo más allá de mi mirada. El niño gordo parece ajeno al paisaje. Un balón se marchita en una esquina. Hay una portería con franjas rojas y blancas al fondo. Sin red. Llena de goles transparentes. El cielo está gris, henchido de lluvia. Sus ojos no se apartan de mí. Imagino su presente y sus futuros. Lo imagino volviendo a casa. Lo imagino creciendo, buscando su espacio entre nuevos compañeros. Siempre así. Retorcidamente serio. Con sus pupilas como galaxias frágiles.

La infancia es un desierto que, ya de adultos, imaginamos lleno de oasis. Pero recuerdo bien ese páramo. Las soledades y las dudas. Ese deber hacer como una noria que no dejaba de girar. Las rutinas. El vértigo de cada primera vez. La incomodidad del propio cuerpo, esa carne mudable. Todos esos amores apelotonados y volátiles. Las mochilas pesadas, el margen de los libros garabateado. Los padres, el olor a tabaco, las voces por la ventana, las maquinitas, los boquerones en vinagre, ayudar a las viejas a subir la compra para ganar un duro. ¿Qué queda de esos niños en los adultos que somos? ¿Cuánto hay en nosotros de aquellos días de lluvia en el patio del colegio? ¿Cómo quedamos en aquel partido? ¿Perdimos? ¿Cuánto nos dolió esa derrota? ¿Fallé?

El niño no deja de mirarme. Parece conocerme. Quizá ha sido por el gol, por ese gol encajado que leo en sus ojos. No lo he visto, quiero gritarle. No te he visto fallar. No he visto tu estirada torpe e inútil en este partido improvisado que acabáis de echar en el recreo. Este partido de mierda de muchos contra muchos, con vaqueros algunos, otros con botas de agua por la amenaza de lluvia, camisas por fuera, el sudor dibujando su estela en el cuello del jersey. No os he visto pateando con fiereza, desordenados, gritones, con otros más pequeños cruzándose por mitad del campo de juego. No sé nada de ti, niño. Aunque te conozco desde siempre. Guardo en el corazón algo que te pertenece. No me mires así. No puedo salvar a quien no quiere ser salvado. El marcador se ha deshecho en cenizas. Sobre aquella pista construyeron un supermercado. Sólo quedas tú, la gravedad de aquel día, un gol en el último minuto y tu herida minúscula grabada en esta foto.

En esa foto en la que un niño gordo me mira. Un niño que soy yo. Con un azote de derrota en la cara, en una mañana oscura del 89, sobre la pista verde de mi colegio. Despreciando un balón. Rodeado de niños que ahora son adultos y a los que no he visto desde entonces. Un niño que creció y sintió dolores nuevos, porque la vida es un aprendizaje de tinieblas. No quiero saber nada de ese niño y quiero saberlo todo. Dónde está ahora. Si sobrevivió al tiempo. Si le siguen escociendo así los goles. Miro esa foto para entenderme, porque la infancia es un espejo rayado. No te vi fallar, le digo. Pero yo sí te he visto fallar a ti, me responde. Siento decepcionarle. Quiero que abandone esa seriedad perpetua, en esa foto del colegio que apareció en casa de mis padres. Quiero que olvide aquel gol que se tragó, porque quizá fue el primero, pero no sería el último. Hay goles de esos todos los días, quiero decirle a ese niño gordo que me mira. Hay momentos buenos y momentos malos, quiero decirle. No es consuelo. Es la verdad, una verdad terrible por su simpleza. Crecerás, y seguirás mirando así en otras fotos, con idéntica tiniebla. Mirando a un futuro que será de crepúsculo y azucenas. Un futuro de goles en contra. Soledad bulliciosa. Una cicatriz en la conciencia. Esa dureza en la mirada, fruto del dolor y del cansancio. Siempre estaré aquí, cerca de ti. Abrazado a nuestros errores como a un tesoro.