Desde que comenzó la pandemia, además de al dichoso coronavirus, hemos tenido que introducir en nuestras vidas otro elemento no menos inquietante; aunque no tan letal, como es lo de que nos prohíban realizar ciertas cosas. Sobre todo las que hasta hace muy poco podíamos realizar sin plantearnos si quiera que podrían estar prohibidas. Hemos tenido que vivir lo de no poder salir a la calle con nuestros hijos y cónyuge, no poder ver a nuestros abuelos, no poder sacar a nuestras mascotas más de lo necesario..., un largo etcétera por todos conocidos que unos lo han vivido entendiendo aceptablemente que eran en general medidas necesarias de aislamiento contra el maldito virus, otros no lo han vivido tan convencidos porque han visto las paradojas de las prohibiciones pues en los supermercados hemos estado todos expuesto, por ejemplo, y algunos ni siquiera se han planteado eso de las prohibiciones como no sea como incentivo para hacer lo que les dé la gana. En las dos primeras especies de homo prohibidus estamos la mayoría que más o menos a regañadientes o convencidos cumplimos las prohibiciones. Pero el problema sigue estando en la última especie, el homo libertinus. Gracias a este no solamente nos han prohibido acercarnos al árbol del bien y del mal, comernos la manzana, hablar con la serpiente, sino que además nos van a cerrar el jardín del edén con un prohibido entrar.

Los que explotan empresarialmente hablando el ocio nocturno están que trinan. Lógico. Pues la culpa no la tienen todos ellos, salvando raras excepciones. Aunque tampoco la tiene el que prohíbe ya no sólo comerse la manzana, sino entrar al jardín. La gran culpa la sigue y seguirá teniendo el homo libertinus que sigue pasándose por el arco del triunfo las medidas de asepsia que nos alejan de coronavirus. Uno y otro difíciles de prohibir. Mientras los demás como decía Doña Rogelia: ¡A joderse!

* Mediador y coach