Cuando se controlen los rebrotes, llegue la vacuna y las ganas de olvidar la pandemia hagan que en pocos meses lo vivido en este 2020 no sea ni un recuerdo (la capacidad del ser humano de arrinconar malas experiencias para poder mirar hacia adelante es infinita) aún quedará una batalla que ganar: la de la historia, la de cómo se contará la pandemia a futuras generaciones. No es moco de pavo: los hitos de la humanidad no son como fueron, sino como se escribieron después. Y eso pasa en las guerras (desde que Ramsés II se atribuyó la victoria de Kadesh que no ganó nunca a los hititas) al resto de desastres y también con los logros.

Pero centrémonos en la pandemia, porque no tiene poca importancia lo que se registre y se aprenda de esta catástrofe dado lo mucho que nos puede ayudar para que no se repitan dramas así. Un ejemplo: la peste de Atenas del 430 a.C. que cambió la historia de Occidente y se llevó a un tercio de la hacinada población de la ciudad. Pues bien, gracias a la descripción del meticuloso padre de la ciencia histórica, Tucídides, que dejó detallados los síntomas, se supo después que la enfermedad no era la peste bubónica (del bacilo Yersinia Pestis), sino el tifus, como un análisis de ADN en 1993 confirmó tras hallar una fosa con víctimas de aquella enfermedad. Otros estudios están descubriendo que más de la mitad de las pestes de la Europa Medieval tenían un carácter vírico, no bacteriano, de ahí su rapidísima propagación.

Por todo ello me sorprendió la iniciativa que ha impulsado ya desde los primeros días del confinamiento el decano del Colegio de Médicos de Córdoba, Bernabé Galán, que ha instado a que, en la medida de lo posible, los profesionales cordobeses registren sus experiencias «en caliente», con la memoria sin alterar a posteriori, para que quede constancia de cómo se extendió y vivió la pandemia en Córdoba. Y no es un esfuerzo en vano, pese a que esta enfermedad del coronavirus sea la más documentada científicamente de la historia por cientos de equipos expertos. Pero ningún dato sobra y, especialmente, este esfuerzo muestra el anhelo que debe tener todo científico de determinar objetivamente un hecho y que como tal sea tenido en cuenta, aunque la política o las creencias digan otra cosa.

Porque verán: desde aquella vez que de joven vi al Halley en 1986, una bola tenue sobre el horizonte parecida a una nube rara, no he vuelto a observar otro cometa hasta este año 2020, el Neowise, ahora también traslúcido pero más espigado bajo la parte del cucharón de la Osa Mayor. Y ya saben: desde siempre los cometas son heraldos de guerras, epidemias y muerte de reyes.

Pero eso es porque los antiguos eran gente sin conocimientos y supersticiosos. Ahora no. Ahora somos muy listos, y más gracias a instrumentos como internet. Así, hoy sabemos que la pandemia no es cosa del cometa: la provocó la tecnología 5G y es fruto de conspiraciones de China junto a los extraterrestres para ponernos un microchip y tenernos controlarnos, como dicen por ahí.

En serio e insisto: la última batalla que habrá que ganarle al coronavirus, y ahí estarán otra vez los sanitarios, será la del relato.