El barón de Montesquieu fue un sociólogo de primera generación, racionalista, escéptico y moderado, con un sustrato aristocrático, que tuvo habilidad para recibir devoción de los cortesanos empelucados del Antiguo Régimen, de los enciclopedistas que encendieron las luces del progreso y de revolucionarios con tanta afición a la guillotina como Jean-Paul Marat. Este navegante por el proceloso mar de las ideologías, recorrió toda Europa, sintió apego ferviente por Inglaterra y escribió, con la prosa tersa de los intelectuales galos del XVIII, una teoría política que ha logrado afortunada perennidad: la teoría de los 3 poderes en contrapeso --ejecutivo, legislativo y judicial--, imprescindibles para que funcionen satisfactoriamente los regímenes de libertades que engendra la soberanía popular.

Hoy, en las democracias auténticas, se tiene un aprecio fundamental a Montesquieu por haber acertado al preconizar la división de los poderes estatales, aunque sus críticos presentes hayan esclarecido que la famosa teoría está implícita en el pensamiento del filosofo Locke, y recordado que el barón sustentó tesis tan peregrinas y anómalas como asegurar que el despotismo es la forma más apta para gobernar los imperios, la monarquía para los países de extensión media y la república para los pequeños.

Provenga de donde provenga la idea de diferenciar los poderes para impedir el autoritarismo, ningún demócrata niega el acierto de Montesquieu al recomendarla, aunque a la hora de poner en práctica su ejercicio, éste ofrezca, según los Estados, diversas maneras de llevarse a cabo. No es entendida y practicada de igual forma en los USA que en Francia, en Grecia que en Suecia; en los Países Bajos que en nuestro país. Detengámonos, sin hacer comparaciones, en España. Aquí, al poder judicial se accede tras difícil oposición, sin que participe la ciudadanía, haciéndose vitalicio e inamovible. El poder ejecutivo se alcanza por designación parlamentaria de los posibles modos que establece la Constitución. Y a las dos Cámaras legislativas se llega, con una duración máxima de 4 años, por sufragio universal a partir de listas cerradas impuestas por los partidos políticos. Como podemos observar con este veloz repaso, en nuestra nación hay poder que se consigue tras largos estudios y poder que se obtiene con sabidurías endebles o ignorancias clamorosas como, por ejemplo, pregonar que las regiones que componen el mapa autonómico desvirtúan nuestra clásica división provincial, cuando la verdad es que más se acerca el actual agrupamiento por regiones --cuasi federal--, a la secular España que la división en provincias hecha por un afrancesado en 1833. O asegurar, a cara de perro, que en los USA practican el aborto hasta después de nacer las criaturas. Ante un dislate tan deslumbrante, estrepitoso, analfabeto e infanticida surge la interrogación: ¿debería existir un examen de mínimos para llegar al Parlamento y al Gobierno?

Resumen telegráfico: la división de poderes es un dogma democrático acreditado, pero su práctica admite formas diversas y algunas, como la española, son en muchos aspectos manifiestamente mejorables.