Los hombres y mujeres del planeta Marsé esperan todavía una oportunidad. La aguarda el niño inquieto que ve llegar al barrio a un desconocido, en Un día volveré, sin saber que se trata de su tío Jan Julivert, ese legendario boxeador, guerrillero y atracador de bancos, que seguía siendo un héroe mitológico en las sombras volubles de una guerra que en el Guinardó ya sólo era un humo de silencio y juegos infantiles. La espera también Juan Marés, en El amante bilingüe, cuando lo abandona su casi aristocrática, voluptuosa y atractiva mujer, y entonces se decide a volver a nacer como Faneca: un charnego faltón, pero con elegancia abrupta en su carácter algo atrabiliario, en el que se desdobla también la identidad del propio Juan Marsé/Marés, pero que, en cualquier caso, con un artificio de apariencia y de brutalidad, confiaba en poder reconquistarla convirtiéndose en otro. Ese amor perdido que persigue Faneca/Juan Marés disfrazándose de un hombre que no es, esa ambición un poco Gatsby de reedificar un personaje desde las ruinas de la realidad, no es otra cosa que el Pijoaparte de Últimas tardes con Teresa desde el ángulo inverso: en vez del chulazo que trata de pasar por un pijín de la burguesía barcelonesa colándose en las fiestas con jardines y altos torreones, es un hombre ya maduro, pero perteneciente también a ese mismo mundo, el que decide convertirse en un nuevo Pijoaparte, con ese punto tosco de beligerancia y descaro, pelo abrillantado y un parche cruzándole la cara, no para lograr acceder a la fiesta, como el Pijoaparte cuando se cuela en ella, sino para volver a entrar.

Porque el Pijoaparte --y Juan Marés/Faneca en sentido inverso-- es un Gatsby al acecho de su felicidad. Y esa felicidad, por literaria o alucinatoria que pueda parecer, sólo le espera en el segundo tren que está esperando, el primero en el caso del Pijoaparte. En realidad, es también la historia de Marsé: un chaval que trabaja en un taller de joyería, con esa foto mítica en la que aparece muy delgado, aplicado en la mesa, con una camiseta de tirantes, y sueña con escribir novelas a lo Robert Louis Stevenson, con llegar a su isla y habitarla. Un chico del Carmelo que se atreve a prefigurarse como Jim Hawkins a bordo de La Hispaniola, unirse a Long John Silver y encontrar el tesoro de la gran literatura, que también está hecha de esperanzas sostenidas contra vientos cambiantes, naufragios y un buen saco de sueños rotos. El capitán Smollett del joven grumete Jim Hawkins/Juan Marsé podría ser Carlos Barral, su editor y amigo en Seix, para dejarlo subir a bordo de ese mundo que espiaba el Pijoaparte, mientras que el doctor Livesey sería Gabriel Ferrater, siempre con toda la novela francesa y rusa en los labios y un buen vaso de ginebra en mano para desafiar a las tormentas. Pero Jaime Gil de Biedma no sería, para el joven Marsé, el caballero John Trelawney, sino el viejo Long John Silver, bucanero de fiebre y de lenguaje, pirata tabaquero de la frase perfecta y el paseo solitario en primavera.

En su discurso de recepción del Premio Cervantes, el 23 de abril de 2009, nuestro mayor corsario novelista, el que ya había encontrado el tesoro de un mundo singular que nos acoge, y también de su acento, en una geografía de personajes en el Guinardó perdido, al acecho de su oportunidad para salir adelante, se acordó de todos sus compañeros en aquel primer viaje inaugural. También de Salvador Clotas, el mejor lector puro que he conocido, que ya estaba en esa primera Seix Barral, todos encerrados con el solo juguete de una literatura que se quería moderna y por encima de aquella grisura del franquismo.

Recuerdo en especial una larga conversación sobre Scott Fitzgerald y una precisión que me hizo sobre su gran amigo Gil de Biedma. Yo le preguntaba cuánto le había influido literariamente, y él me respondió que, sobre todo, le había enseñado una manera moral de situarse ante el mundo. Esto está en sus novelas. Por eso tiene uno la impresión de que se acaba un tiempo y una forma de concebir no el arte, sino ese oficio noble de escribir, con esa orfebrería del espíritu convertida en minuciosidad. Y estos días, cuando tanto se han valorado muchos aspectos de su perfil, hay que machacar sobre Marsé lo que nunca se dice lo bastante: que además de su honestidad y su carácter, su compromiso de galeote de la palabra exacta en cada frase, su mundo mítico o su ética del perdedor, había en él un gran escritor. Tras volver a recordarlo, ahora sólo quiero regresar al planeta Marsé.

*Escritor