Los años para algunos de nosotros terminan cuando llega el mes de julio. En julio los abogados alcanzamos la cima del cansancio, de la extenuación, de las largas horas de espera en los pasillos del juzgado, de los plazos, de los clientes que durante el año no terminan de entender que no es real que los pleitos los ganen ellos y los perdamos nosotros, de los impagos de unos honorarios que demasiadas veces no nos resarcen del tiempo y el esfuerzo. Terminan también en julio los señalamientos (o terminaban, o ya no sabe nadie qué va a pasar en este agosto de esquizofrénica situación judicial en la que nos encontramos como consecuencia de la pandemia del coronavirus) y llega, por fin, el momento de cerrar el maletín, de quitarse los zapatos de cordones, o las medias de seda y de ponernos, como dice un ilustre colega, las coloridas chanclas.

Siempre ha sido así, el día 31 de julio alcanzábamos la paz, un estado de nirvana, de liberación tanto del sufrimiento como del ciclo de renacimientos para quedar en ‘standbye’ hasta que se alcanza el 1 de septiembre. Ni señalamientos, ni plazos ( de esos que solo cuentan para los abogados), ni clientes desesperados, ni nada de nada, porque en cada caluroso mes de agosto nuestro único cometido era no hacer nada, para renacer de nuevo.

Hubo una época en la que las abogadas, las escasas mujeres que nos dedicábamos a ejercer la profesión por cuenta propia, ni siquiera teníamos la limosna que ahora cobran las compañeras al parir, tras nueve meses de embarazo a riesgo propio y sin facilonas bajas. Tan es así que algún año aproveché para parir en agosto, por aquello de que el nirvana fuera completo y poder alumbrar un hijo sin plazos, ni juicios, con algo de relax y sosiego, concentrada en apretar, pero no en la negociación. La reflexión sobre la enorme distancia que existe entre las condiciones personales, familiares, de salud mental y hasta de conciencia de culpa que media entre las mujeres que trabajan por cuenta propia a las que lo hacen por cuenta ajena, sea quien sea el empleador (si es el Estado, ya ni te cuento ) la dejaré para otro día.

En fin, que cuando llega y pasa santa Magdalena empiezo a tomar conciencia de que el año está terminando y llega la hora de revisar los aciertos, los logros, las ausencias, los fracasos y las decepciones y es ahí donde me hallo para afirmar con rotundidad que este año merece un enorme, gigante, nirvana. Necesito ya un respiro, una tregua, un lapsus, la nada, porque septiembre aparece en el horizonte tan cargado de incertidumbres y dudas, tras este año peculiar, que ha llegado ya la hora de ir a por mis buenas chanclas de colores.