Quiero ser bienpensante, como los niños, que ante una historia de fantasía justifican con imaginación y argumentos ingeniosos las partes inconexas, increíbles y mal explicadas del relato para que nada le estropee el cuento. Por eso, me gusta creer que prohibiciones, permisos, medidas de unas instituciones y de otras, aforos y multas trabajan en la misma dirección, aunque cada uno parezca remar como le viene en gana, y que la mascarilla ya es útil por sí misma contra el coronavirus. No tanto por prevenir algo… sino porque nos recuerda que el ‘bicho’ está ahí fuera, acechando. Solo con eso se justifica su obligatoriedad, a pesar que de que durante el confinamiento ni los mayores expertos se ponían de acuerdo sobre el uso de protectores faciales y de que aún hoy algunos señalan que es una medida de eficacia limitada.

Y es que no hay que ser un epidemiólogo para saber que rara vez se usan bien las mascarillas, comenzando por ese consejo de no tocarlas con las manos y de cambiarlas cada cuatro horas, que sería lo deseable aunque a una familia media le supondría una pasta al mes comprar tantos protectores faciales. Así que la gente suele ir varios días con una misma mascarilla que se pone, se quita, se toca, se deja colgando de la oreja y a veces termina de muñequera o de codera, justo sobre ese mismo codo con el que saludamos y rozamos a todos los demás. O sea: una bomba biológica.

La mascarilla es también el más claro exponente de que se deja toda responsabilidad en manos de la población y viene a ser la confirmación de que frente a la pandemia se tenían únicamente dos opciones: optar por la salud de la gente o por la de la economía, un difícil equilibrio en el que cada país ha puesto el fiel de la balanza más hacia un lado que hacia otro, con Brasil y Estados Unidos optando claramente por ese extremo en el que se protege al dinero frente a la vida humana. En España, como en la mayoría de países, andamos entre Pinto y Valdemoro, ese lugar impreciso entre ambas poblaciones madrileñas que se encuentran a seis kilómetros de distancia, aunque primero estuvimos con la pandemia más en un lado y ahora en el término municipal vecino. Y hasta Jesús advertía que hay equilibrios imposibles. «Nadie puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero», recoge Mateo 6:24.

Pero volvamos a la mascarilla, de la que acepto que tiene una utilidad incluso con lo que en Córdoba puede agobiar su uso bajo 43 ºC no tanto como instrumento sanitario sino nemotécnico. Pienso que casi sería igual obligar a la gente a pillarse los dedos con la puerta de la casa al salir y decirle que eso sirve para luchar contra el coronavirus. De entrada, tocaríamos menos cosas con las manos doloridas y como medio de concienciación también sería efectivo, ya que estaríamos acordándonos todo el día del fin de tan peculiar medida sanitaria y de la madre de quien se le ocurrió implantarla. Pero, claro, mejor la mascarilla, que no es cuestión tener a la población con los dedos amoratados, sanitariamente es muy poco justificable reventarse las falanges y además no queda nada fino.

Así que, multas aparte, mascarillas por favor. Algo evitarán los contagios pero, sobre todo, ayudan a recordarnos que aunque nos tomemos la situación a coña… el virus no tiene sentido del humor.

«La mascarilla ya es útil por sí misma. No tanto por prevenir algo… sino porque nos recuerda que el ‘bicho’ está ahí fuera, acechando».