Se ha hablado mucho, pero acaso no se ha reparado lo suficiente en lo que sería la climatología de la inspiración. Hay autores claramente identificables por su lenguaje narrativo, al igual que otros no pueden desprenderse de la impronta estacional. Louise May Alcott y su señera Mujercitas se vinculan a un aroma invernal, la chimenea alimentada con las privaciones de la Guerra de Secesión. También es el caso de Dickens, cuyos personajes resulta imposible imaginarlos con canotier. Y viceversa: Hay artistas entregados al General Verano. Sorolla pudo hartarse de pintar retratos aburguesadamente otoñales, pero siempre quedará atrapado por la canícula de las playas valencianas.

Lo mismo le ocurre a Tennessee Williams. El más famoso dramaturgo americano del siglo XX exuda verano. Siempre fue fiel a esa pegosteada humedad de la calima, homenaje a su Misisipi natal. Unos bochornos que quedarán perpetuados en la camiseta de Stanley --llámese Marlon Brando-- del tranvía llamado deseo; o del erotómano tejado de zinc de una gata de ojos malva --nunca estuvo tan bella Elizabeth Taylor, ni siquiera en Cleopatra--. Por no hablar del zarandeo libidinoso o etílico de La noche de la iguana. O, De repente el último verano, con la transustanciación de esa hermana esquizofrénica que tanto marcó al señor Williams. Purito drama, purito verano.

Leerse el Cuento de Navidad con el lorenzo campando a sus anchas puede ser un estéril intento de mitigar estos sofocos. Pero lo nuestro, para qué vamos a engañarnos, es el territorio de Tennessee Williams. No pueden ponerse paños calientes al drama de esta maldita pandemia. Pero, oficialmente, esta provincia ha sufrido menos estragos que otros territorios del Estado. Y ahora, con el calorazo de nuestra parte, nos agarrábamos al último coletazo que parecía emparentar con la gripe a este virus cabrón. No es que nos creyésemos inmunes, pero entendíamos que la calima tenía que hacer sestear al coronavirus como las chicharras. Y sin embargo, ha irrumpido en un segundo acto, como otra pieza teatral del señor Williams. La trama se centra en una celebración juvenil, como un 4 de julio acompañado de valguitas y gazpacho. Y luego salta el reproche generacional, la insensatez perpetuada en una discoteca de nombre pecaminoso, para atestiguar que no hay tanta diferencia entre aquella metafísica pacata de la América de los cincuenta, y esta álgebra del contacto de los contactos que ha dejado tiritando Córdoba en el esplendor de sus bochornacos. La sucesión de cochazos en el autocovid de Castilla del Pino no dista tanto de los esplendores y miserias de aquellas fiestas en las mansiones del sur, las pulsiones aventadas por un Dulce pájaro de juventud.

Afortunadamente, las guirnaldas de la mocedad han traído menos letalidad a este brote. Pero queda el confinamiento forzado para las familias afectadas, las leyes tebanas de la sanidad pública que habrán llevado a cancelar más de una ansiada escapada. Ash, el humanoide interpretado por Ian Holm en Alien, admiraba a ese Octavo Pasajero porque era un depredador perfecto, no contaminado por los prejuicios de la moral. No quedaría atrás en su valoración este covid-19, destinado a laminar nuestros ánimos si nos desentendemos del rigor y del sentido común. Vivir no solo es sentir, sino también razonar. Y como el estiaje no es igual a la hibernación, hay que ser insultantemente sensatos para pasar el verano más estúpido de nuestras vidas. Queda el consuelo de que ya somos unos personajes de Tennessee Williams.

* Escritor