Cualquier adversidad es el crisol que separa lo mejor de lo peor del ser humano. En una catástrofe natural, una guerra o una pandemia como la que ahora estamos sufriendo hace aparecer lo mejor y lo peor de los hombres y mujeres que la sufren: los héroes y los villanos, los que sacan todo lo bueno que hay en ellos, y los que dejan al descubierto su escondido egoísmo. Con el coronavirus España ha sabido mostrar todo el enorme bagaje de un humanismo que quizás ni siquiera sabíamos que existiera, pero también, desgraciadamente, se ha hecho patente tal grado de deshumanización que nos hace sentirnos avergonzados.... Todavía hoy no podemos saber con exactitud cuántos ancianos, olvidados en las más de 5.000 residencias de ancianos, murieron por el coronavirus o por causas compatibles con la enfermedad. Se barajan cifras que van de unos 14.000 solo en Madrid y Cataluña hasta unos 20.000 en todo el país. Pero, para muchos ¿qué más da? después de todo, parecen decir, «ya iban a morir pronto».

La causa de esta inhumana realidad es que hemos asumido que en nuestro mundo dominado por el dinero que un hombre o una mujer tanto valen como tanto pueden producir y consumir. El trabajo se ha mercantilizado y ya no se ve como un acto humano creativo con el que el hombre y la mujer puedan autorealizarse cualquiera. El esfuerzo físico y mental que supone cualquier actividad humana, ya no interesa, lo único que se valora es el precio que tendrá en el mercado lo producido por este esfuerzo. Todos los ciudadanos han de producir bienes y servicios que tengan un precio de mercado. Lo que se dice, lo que se escribe, lo que se piensa, lo que se canta, lo se pinta, lo que se baila, no tiene ningún valor si no se puede vender en el mercado. Cuanto mayor sea el precio de mercado del producto final del esfuerzo humano, mayor será la estima otorgada por la sociedad a su productor. .

En la pura economía de mercado, el viejo, el anciano, el jubilado, todos los que ya han alcanzado la llamada Tercera Edad aunque ya no producen y consumen, todavía tienen una utilidad: pueden ser objeto de «compra-venta» en la sociedad mercantil. En un Estado moderno desarrollado, el coste del cuidado de los no productores ancianos debería ser cubierto por el Estado sin coste alguno para los que ya han gastado su vida produciendo bienes y servicios para la sociedad y tributando a las arcas del Estado. Pero para algunos gobiernos estos servicios en favor de la ancianidad parecen demasiado caros y para reducir estos costes no tienen otra cosa mejor que hacer que privatizarlos, pasando su gestión a empresas que, como todas, busca ante todo la rentabilidad aumentando los ingresos y reduciendo los costes de producción. Los ancianos así son vistos como mercancías con un valor de uso (el beneficio que pueden aportar al empresario) y un valor de cambio (lo que ha de pagar el empresario para disfrutar de esta mercancía), y demasiados empresarios, aunque no todos, que gestionan una residencia de ancianos lo que buscan, como todo empresario, es aumentar el valor de uso y reducir el valor de cambio, beneficiándose así de una atractiva plusvalía.

Par el empresario, el valor de uso de los ancianos en una residencia privada es lo que los ancianos pagan por la habitación, la manutención y otros servicios que puedan recibir, y el valor de cambio es lo que el empresario tiene que gastar para ofrecer estos servicios. Naturalmente para la residencia privada lo importante es aumentar el valor de uso y reducir el valor de cambio, aumentando así los beneficios. El valor de cambio, los servicios que se ofrecen a los ancianos se van reduciendo casi imperceptiblemente: aquí se reducen dos personas de la plantilla, allí se reduce un poco la calidad de las frutas que se ofrecen, más allá si una habitación es suficientemente grande se coloca otra cama, las visitas del médico se espacian en el tiempo y las inversiones en servicios sanitarios se reducen, el mobiliario se va deteriorando sin que se cambie o arregle, y así la calidad de vida de los residentes va empeorando, y la capacidad de la residencia para hacer frente a una emergencia sanitaria como el presente coronavirus se va reduciendo, llevando a la tragedia que hemos visto de miles y miles de ancianos y ancianas muriendo en el mayor de los desamparos.

Muchas lecciones se podrán aprender de la pandemia que nos ha tocado vivir, pero una debería ser, sin duda, la urgente necesidad de poner a la ancianidad en el lugar que le corresponde en la sociedad, dándoles la oportunidad de seguir autorealizándose según sus capacidades físicas y mentales, y asegurando sus derechos a la par con los derechos de los otros productores y consumidores, derechos que no pueden dejarse al libre juego de la oferta y la demanda de los mercados, sino que deben ser protegidos por el Estado con un sistema de Sanidad Pública para todos los ciudadanos, independientemente de su capacidad de producción y consumo.H

* Profesor