Con cadencia a menudo trienal o cuatrienal, la veta creadora del eximio contemporaneísta manaba anchamente. El decenio de los ochenta del Novecientos figuró así entre los más inspirados de su incesable pluma. La economía pareció decididamente imantarla durante dicho periodo. Dos libros de primera magnitud por su esfuerzo, temática, proyección y resultados salieron de su insomne taller en 1882 y 1886, con el propósito de poner claridad en un asunto hasta entonces muy en penumbra y embarullado. Como siempre, un excelente conocimiento de las fuentes impresas y una plausible familiaridad con el lenguaje y las técnicas económicos colocaban a nuestro autor en disposición de dar un salto cualitativo en orden al análisis de la Hacienda en la consolidación del sistema liberal, de la que sería pieza clave y redentora.

En el primer libro --La Hacienda del Antiguo Régimen (Madrid, 1982)-- retomaba la cuestión muy río arriba para calibrar con precisión su débito en la desembocadura de la fase postrera de la etapa antecitada. El ordenamiento fiscal de la antigua monarquía era profundamente dualista --territorios forales-- y desigual --tributación eclesiástica--. El triunfo constitucional fue a la vez causa y efecto del cambio introducido en la recaudación pública, culminando en su primer gran despliegue con la célebre reforma de 1845, sillar inicial de la modernización del Fisco. En la segunda de las obras --La Hacienda del siglo XIX: Progresistas y Moderados (Madrid, 1986)-- se estudiaba la evolución hacendística de un Estado que nunca pudo afrontar con vigor los envites de la modernidad debido a la infirmidad y obsolescencia de su aparato impositivo y la incapacidad el país de generar riqueza: manifiesta imposibilidad de ahorro e inversión, deuda inembridable, presupuestos desequilibrados, etc. Tras incontables esfuerzos y medidas, el canovismo permitiría el robustecimiento mínimo de la osamenta hacendística de la nación. La historia al propio tiempo que su analista semejaban concluir así su propósito… Ambas obras, de gran audiencia y positiva crítica, se convertirían prontamente en inexcusable punto de referencia.

Miguel Artola dirigía y coordinaba en 1984 el inmenso esfuerzo de dar al público español un Diccionario de Historia de Españadigno de tal nombre. Con incontables ‘voces’ redactadas pulcramente, con clasificaciones y divisiones de las materias abordadas convincentes y sagaces, manquedades y ausencias muy ostensibles rebajaban su indudable valor y aplazaban para otra ocasión la tarea de publicar, a la altura historiográfica del tiempo, un diccionario de historia de España digno de una de las cuatro o cinco naciones europeas creadoras de una cultura, si no de una civilización.

Por desdicha, no disponemos ya de espacio para abundar en más vertientes de las muchas cultivadas por el insigne contemporaneísta vasco. Ni siquiera una breve incursión por su labor americanista nos es así agible. Su sensibilidad historiográfica, su espíritu de fronteras en el ancho campo de los saberes intelectuales, junto con sus envidiables dotes organizadoras y de gestión cultural, así como sus excelentes relaciones con los poderes públicos explican el magisterio ejercido sobre gran número de descollantes contemporaneístas --al par que algún otro modernista…-- y el nutrido grupo de sus discípulos, pues con los atributos referidos la formación de una escuela --hazaña intelectual en el invertebrado y descoyuntado mundo de la Universidad hispana-- resultaba corolario previsible y esperado, pero no por ello menos elogiable y admirable.

Ojalá que su vivo recuerdo y presencia aminoren la desastrada deriva que las Humanidades en el Alma Mater en la que creyera y sirviera, siguen en el momento de su muerte. Figuras como la suya son prácticamente imposibles de encontrar en tal horizonte. Pero, con todo, debemos confiar en que su estela ilumine la vocación y entrega de los jóvenes que hodierno se sienten imantados por el venerable, acendrado, incomparable oficio de Clío.

* Catedrático