La memoria. Esa trampa al solitario. Ese baúl sorprendente. Ese trastero misterioso en el que almacenas cosas que no son como creías que eran. Esa luz cambiante sobre una identidad siempre en construcción, ese vuelo sesgado de la imaginación sobre el territorio movedizo de tu autobiografía. Verano azul. Niños silbando en bici sin tener la más remota idea de que la vida va en serio. Piraña devorando un bocadillo tras otro. Chanquete con el acordeón. No nos moverán.

Los hipotéticos protagonistas de una versión actual de Verano azul se comunicarían a través del móvil y tal vez no se harían amigos inseparables de un viejo solitario que vive en un barco y de una pintora tendente a la depresión que no para de fumar.

Mientras el personal a la última en el ámbito de la ficción audiovisual comenta las últimas producciones, en casa vemos la veraniega obra de Antonio Mercero con los niños. Recordaba la serie de cuando yo también era pequeño e inocente. Al verla disponible no sabía que les iba a gustar tanto. Una simple prueba durante el confinamiento. Después los episodios en bucle, las historias repetidas que no cansan.

Y el caso es que la serie no es lo que yo tenía guardado en el disco duro de la rememoración nostálgica. Yo pensaba encontrar un mundo lleno de amables concesiones al espectador infantil y juvenil. Y es cierto que no escasean las tramas orientadas hacia el humor para todos los públicos, pero también lo es que abundan los momentos que hoy suelen brillar por su ausencia en la narrativa audiovisual para chavales, instantes melodramáticos subrayados por la lacrimógena música de Carmelo Bernaola. Julia, la pintora, está de bajón porque recuerda el accidente de tráfico en el que murieron su marido y su hija, un golpe que la llevó a un sanatorio mental. El padre de Desi (Carlos Larrañaga como prototipo del macho ibérico) se mete en una casa de encuentros furtivos mientras su hija no puede soportar el olor a matrimonio podrido. Bea «se hace mujer» en el baño ante el estupor de Tito, su hermano (y de mis hijos, caras de perplejidad compartida). Un viejo mago constata su irremediable decadencia de temblor etílico en las manos y trucos fallidos. El entrañable lobo de amar acaba sucumbiendo al poder de la enfermedad y todo se vuelve una pena inconsolable para los niños y no tan niños que se han pasado el verano comiendo sardinas en La Dorada...

Tragedia, infidelidad, menstruación, fracaso, muerte... no era precisamente lo que recordaba. Tal vez no estamos acostumbrados a que nuestros hijos vean hoy en día series manchadas de realidad, aunque sea un poco. De hecho le estamos dando largas a los capítulos finales (ustedes ya imaginarán), aunque puede que los niños ya vislumbren el fúnebre desenlace a causa de algún que otro anticipo adulto, sutiles indirectas del tipo «¿y ya se ha muerto Chanquete?».

* Profesor