Supongo que son muchas y muchos quienes como yo, finalizado el estado de alarma y por tanto todas las restricciones deambulatorias que hemos sufrido en los últimos meses, no tienen un especial interés por salir a la calle más allá de lo estrictamente necesario. En mi caso, no se debe solo a lo incómoda que resulta la mascarilla, o a la angustia que me provocan los comportamientos poco cívicos de una parte de la ciudadanía, sino que hay una profunda tristeza de fondo. La derivada no solo de la tragedia vivida y que no ha terminado, sino también de comprobar cómo la ciudad en la que vivo si ya hace un tiempo que estaba moribunda ahora la encuentro en lo más hondo del pozo. No hay más que pasear por un centro a rebosar de locales cerrados, o por una Judería que sin turistas parece convertida en el decorado vacío de un rodaje, para que el optimismo sea incapaz de mantenerse a flote. Mucho menos cuando aprieta el calor y nos encontramos con que ni siquiera podremos disfrutar de los cines de verano.

La crisis que estamos viviendo, y que en el caso de Córdoba no ha hecho sino sumarse a las anteriores nunca superadas del todo y que nos ha convertido en la ciudad que lidera casi todos los índices socio-económicos más negativos, ha puesto al descubierto la realidad que muchos no querían ver. Me refiero a cómo hemos ido construyendo una ciudad pensando no tanto en quienes vivimos en ella sino más bien en quienes nos visitan, en un turismo que ha ido condicionando y desfigurando tradiciones como los patios, en una industria que solo es capaz de generar empleo temporal y de mala calidad, en un entendimiento de lo urbano en el que han primado los intereses de unos pocos y no el sentido de comunidad. En este sentido, cuando hace unas semanas un empresario se quejaba en un medio de comunicación de que «la Judería estaba muerta», todos y todas deberíamos pensar que más bien la hemos matado entre todos y todas, y muy especialmente le han dado la puntilla quienes han contribuido a hacer de ella un barrio donde nadie quiere vivir y donde la cultura ha sido sepultada por el peso hortera de los souvenirs. Y ni siquiera, en estos tiempos de pandemia, es posible resucitarla por obra y gracia de alguna magna performance católica.

La ausencia de los cines de verano y la amenaza de que se conviertan en un bucle melancólico, a lo Cinema Paradiso, es no solo la metáfora sino la expresión más radical de cómo seguimos siendo incapaces de movilizarnos para mantener lo que nos define, lo que genera cultura y convivencia, lo que alienta miradas compartidas y espacio democratizado. Me duele la pasividad de todos y de todas, empezando por nosotros mismos, los vecinos y las vecinas que hemos ido perdiendo capacidad de movilización frente a lo que nos parte en dos, pero muy especialmente la de unos representantes que siguen sin ser conscientes de lo importante que es apoyar e impulsar las iniciativas que hacen ciudad y ciudadanía, las que como los cines de verano aúnan cultura y ocio, las que mirando en nuestra historia nos hacen poner los pies en el presente.

Las puertas cerradas del Fuenseca, del San Andrés, del Delicias, del Olimpia, incluso de una Plaza de Toros felizmente sin toros, de todos esos espacios que hacían posible que nuestro casco histórico tuviera vida más allá de la mierda que dejan por sus calles los coches de caballos, son una señal más del declive sin remedio de una ciudad que hace tiempo perdió la oportunidad de apostar por un desarrollo más sostenible y amable. Que parece condenada a la mediocridad de su club de fútbol y a noches blancas que son como pesadillas. Un mal, me temo, para el que de momento parece complicado encontrar vacuna.

* Catedrático de Derecho Constitucional de la UCO