Un elemento que distingue al ser humano de cualquier otro animal es el diálogo, es decir su capacidad de comunicarse por medio de palabras (dia: a través de; logos: palabras), con otros seres humanos. Esta forma de comunicación interpersonal puede utilizarse para distintos fines: como recurso literario para expresar una conversación entre dos o más personas expresando alternativamente sus ideas y sentimientos, por ejemplo, el diálogo de Platón El Banquete, en el que un grupo de amigos se reúnen para hablar sobre «El amor». El diálogo también se ha utilizado en todas las tradiciones de Occidente y Oriente como instrumento didáctico para explicar temas complejos de filosofía y teología desmenuzando el tema a tratar en forma de simples y breves preguntas del discípulo sobre un punto concreto respondidas extensamente en detalle por el maestro, como lo vemos, en Oriente, en los Upanishads hindúes, las Analectas de Confucio, las Enseñanzas de Lao Tsé, los Sermones de Gautama Buda, y en Occidente, por ejemplo, el diálogo que imagina Platón, de Sócrates con Critón sobre «El deber» o, no hace tanto tiempo, el catecismo católico que aprendimos en nuestra niñez: Pregunta el maestro: «¿Cuántos dioses hay?», Respuesta del discípulo: «Uno»; P.: «¿Cuántas personas?», R: «Tres»..., así hasta cubrir todas las enseñanzas de la Iglesia.

Pero hay otra forma de diálogo que llamamos debate. Se trata de un diálogo en el que dos o más personas, con ideas distintas, deciden dialogar para alcanzar un acuerdo con el objetivo de solucionar un problema que afecta por igual a todas las partes dialogantes. Pero para que cualquier diálogo-debate sea fructífero, tiene que ir precedido de un sano encuentro de las partes dialogantes, que tiene como presupuesto el aceptar ciertas premisas para poder establecer un acuerdo dirigido solucionar el problema planteado como: aceptar al otro como persona humana, con su dignidad y sus derechos.

Es imposible el diálogo si de entrada se considera a aquel con que se tiene que dialogar como alguien totalmente ignorante sobre los temas que se van a tratar en el diálogo; aceptar el esfuerzo que hay que hacer para penetrar en el pensamiento del otro, yendo más allá de lo que dice, para descubrir lo que quiere decir y que quizás no ha sabido expresar bien; aceptar el derecho que tiene el otro de defender sus ideas; aceptar con humildad que uno no está en posesión absoluta la verdad y que su postura no es necesariamente la única posible y que, por tanto, quizás pueda enriquecerse con las aportaciones de los que no piensan como él; aceptar de entrada, la buena intención del que no piensa como tú, sin sospechar de intenciones ocultas; aceptar que las dos partes dialogantes se comprometen a decir la verdad, sin engaños o subterfugios; aceptar que las partes dialogantes buscan un objetivo común superior a los objetivos particulares de cada uno de ellos; aceptar, finalmente, que lo que se diga con palabras adecuadas y respetuosa vaya acompañado también de un apropiado lenguaje corporal: el tono y volumen de voz, los gestos de la cara y las manos, la mirada y la postura del cuerpo, etc.

Sin estas premisas, el llamado diálogo, no es más que un diálogo de sordos, en el que las partes dialogantes, convencidas cada una de estar en posesión absoluta de la verdad, desprecia, ataca y acusa al que considera, más que un posible colaborador en la búsqueda de la solución beneficiosa para todos, un enemigo a vencer. La ciega voluntad de poder excluye el diálogo, ya que cada interlocutor, creyéndose el único poseedor de la verdad, rechaza de entrada las ideas del otro, y si no puede hacerlo, intenta desacreditar a la persona misma buscando los errores que haya podido cometer en el pasado, y si esto todavía no es suficiente, sacando a relucir los trapos sucios de su vida privada.

¡Qué diferente sería hoy todo si la pequeña casta política, de distintos colores, pudiese consensuar un encuentro entre caballeros para dialogar con el único objetivo de buscar una solución a los gravísimos problemas con los que tienen que enfrentarse hoy los más de 47 millones de españoles!

* Profesor