Llegó el verano con su luz que quema todo mal, pero el coronavirus permanece entre nosotros como un duende invisible que solo da la cara cuando nos ha inflamado los pulmones. Es la encarnación misma de la traición. Ahora ya no son los partes diarios de bajas, altas y contagios que nos participaba ese hombre flacucho de cabello revuelto y voz de flauta amormada, sino los brotes; no los brotes verdes que tanto ansían ver los ministros de economía, sino los brotes azul-oscuro-casi-negro de la enfermedad.

El coronavirus, ahora que la ciudadanía le ha tendido la muralla de la mascarilla y se cuida de tentarlo, se emplea a fondo con aquellos pobres trabajadores que se hacinan en los chamizos esclavistas de quienes recogen la fruta o manipulan mondongos; también de aquellos que la fuerza de su juventud les dice que son inmunes cuando se miran en el espejo y llegan a creer -entre risotadas de inconscientes- que este no es un país para viejos; los que urgen a que abra de par en par el comercio, los aeropuertos y las playas; aquellos que remedando a un Trump de hojalata priorizan la cadena de montaje en movimiento a la enfermedad y la muerte imponiendo que la economía (y sus beneficios) sea lo primero.

Nuestro país hizo decaer el estado de alarma (que a algunos ahogaba su libertad) el 21 de junio, y solo una semana más tarde bastantes pensaban, y hacían público, que igual habría que volverlo a imponer. ¿Pero cómo? El gobierno templa gaitas, acelera todo lo que puede iniciativas para el crecimiento y asegura hasta donde puede el derrumbe del mercado laboral, mientras insiste en que se cumplan a rajatabla las medidas adoptadas y conocidas por la inmensa mayoría que en síntesis se reducen a tres: mascarilla en todos los rostros, manos limpias y guardar unas distancias razonables entre unos y otros, o sea higiene y nada de fiestas tumultuarias. No obstante, los brotes y contagios no cesan tanto en Huesca como en Málaga; en Bilbao o en Badajoz. Ocurre algo muy parecido en otros países de Europa; los brotes como las bichas de la Hidra se multiplican cuando nos divertimos o nos abandonamos.

Y traerán (ya evalúan el coste) graves consecuencias de no amainar. Porque aunque se circunscriban a una fábrica, o lleguen a cerrar ciudades y cerquen solo comarcas, alarman a la mayoría, incluso la muy lejana. La exclamación de miedo será tremenda, no obstante, si una mañana se nos dice en el informativo que se han puesto en cuarentena a todos los viajeros de un avión y su tripulación, o se cierra un hotel con 1.500 personas dentro. Entonces podremos creer que en todos los aviones o aeropuertos permanece vivo el bicho, y que en todos los hoteles resiste su hermano agarrado a las cañerías de fecales o bailando en las conducciones de aire acondicionado.

Tendemos a creer que declinada la alarma todos nuestros pasos son posibles, y no es así. El virus permanece a nuestro lado como un dimon, aunque esperemos que no suceda como ocurrió con aquel otro enfermador imaginario y muy real que dejó en herencia a la población de Macondo la carga eterna de padecer insomnio por siempre jamás.

* Periodista