Después de tres largos meses, y lo que nos quede, de Estado de Alarma, de confinamiento, de desesperación para algunos, para otros no tanto, de reflexión, de miedo, de incertidumbre, de ponerle todos los días un plato de comida a Fernando Simón (lo digo con cariño), los ciudadanos tenemos ya algunas cosas meridianamente claras. La primera es que la madre naturaleza nos puede dar el alto cuando quiera. Nadie puede detenerla. Así que es mejor que la tengamos medio contenta porque si se cabrea... La segunda es que si la madre naturaleza desata su furia a través de una crisis sanitaria, las consecuencias no se reducen únicamente al ámbito sanitario, es decir, no se trata únicamente de una cuestión de enfermos, curados, fallecidos, sino que la sombra del ciprés se alarga muy considerablemente hacia todos los ámbitos: la cultura, la política, la economía, la educación. Toda la sociedad, cualquier resquicio de la misma, se ha visto y se verá afectada durante largo tiempo por esta crisis pandémica global de garras, como decimos, muy amplias. Y la tercera es que toda la ciudadanía global comienza a ser seriamente consciente de la necesidad de cambios: en nuestra forma de vivir, en nuestra forma de consumir, en nuestra forma de relacionarnos los unos con los otros y, por supuesto, en nuestra forma de relacionarnos con la casa común que nos da cobijo a todos desde hace miles de años.

Después de considerar este estado de la cuestión, es decir, los asuntos que tenemos absolutamente, o casi, claros, debemos buscar el origen desde donde deberíamos partir hacia un nuevo modelo de sociedad y hacia un nuevo modelo de contrato social. Es necesario retroceder hasta el punto en el que comenzamos a equivocarnos, hasta el momento en que comenzó a agrandarse la brecha radicalmente indigna en la que nos vemos sumidos a nivel planetario y que sigue generando no sólo problemas sanitarios, a veces casi inevitables, sino problemas económicos, injusticias sociales, corrupciones políticas que parecen no tener un final. Retroceder de manera literal no es posible, ni siquiera, diría, es posible, fijar un momento determinado de la historia en el que comenzásemos a desviarnos del camino correcto, entre otros asuntos porque las interpretaciones serían múltiples y porque además tendríamos que fijar qué entendemos por camino correcto. No es una cuestión de ideologías, ni de sistemas económicos, ni de culturas. Es, básicamente, una cuestión de ética. Pero ya no podemos esconder durante más tiempo que necesitamos urgentemente un proyecto ético dirigido hacia el Bien Común. Mi propuesta no es nada original. Releo en estos días un libro escrito hace ya justo una treintena de años y que parecía, de alguna forma, predecir lo que verdaderamente necesitamos: un proyecto ético global y común. Se trata del Proyecto de una Ética Mundial de Hans Küng.

Termino citando algunos párrafos del citado volumen: «El mensaje para el tercer milenio podría concretarse así: Responsabilidad de la comunidad mundial con respecto a su propio futuro. Responsabilidad para con el ámbito común y el medio ambiente». «En los umbrales del tercer milenio, se impone con más urgencia que nunca la cuestión cardinal de la ética: ¿bajo qué condiciones fundamentales podemos sobrevivir con una vida humana en una tierra habitable, programando humanamente nuestra vida individual y social? ¿Qué presupuestos son necesarios para salvar la civilización humana en el tercer milenio? ¿A qué principio básico habrán de atenerse los responsables de la política, de la economía, la ciencia y la religión?». «El hombre ha de ser más de lo que es: ha de ser más humano...y de una forma totalmente nueva». El compromiso ciudadano para responder a todas estas preguntas no puede esperar más.

* Profesor de Filosofía

@AntonioJMialdea