Pocas palabras han resultado tan ajadas y maltratadas en la Historia. En todo tiempo, en cualquier rincón del mundo, siempre ha existido alguien que la ha implorado o exigido. Y es que la justicia es una construcción del ser humano, que todos invocamos buscando un reconocimiento, puesto que, detrás de ella, siempre hallaremos a un individuo que siente, que sufre, que vive. Por eso, en toda sociedad democrática, sus valores supremos se construyen y toman como referente a la persona, individual y colectivamente considerada, inspiradora de toda organización estatal, fuste de la autoridad que manda y quien otorga la legitimidad moral y política de todo gobierno.

Cada organización humana ha contado con quien ha decidido sobre los conflictos nacidos en su seno con la autoridad que le otorgaban las armas o el reconocimiento de sus iguales. Mas, seguramente, es en Atenas donde se establece el primer poder judicial independiente, la Heliea, un tribunal popular que lo integraban seis mil ciudadanos, designados por sorteo entre los mayores de treinta años. Éste sería lo que podríamos llamar un tribunal supremo que incluso podía invalidar las decisiones del pueblo reunido en ekklesía o asamblea. De esta concepción partió la organización del poder judicial en nuestros modernos Estados de Derecho.

En estos momentos, en los que hemos sentido el estremecimiento de nuestra sociedad, aun conmocionada ante lo ocurrido y desconcertada ante lo que está por venir, al repasar nuestro parte de guerra y señalar las heridas y jirones que precisan de cirugía y remedio, pocos han pensado en la Justicia. Porque, no es que la crisis pandémica haya herido a un cuerpo sano, sino que sus azotes han golpeado a un organismo, fatalmente herido, que deambulaba como un púgil sonado de un extremo a otro del ring.

No nos engañemos. Antes de esta desgracia mundial, teníamos una Administración de Justicia enferma, en la que han mezclado al unísono su incompetencia diferentes Ministerios de Justicia erráticos en sus propuestas organizativas y legales, unas Comunidades Autónomas responsables de los funcionarios, para las que esta cuestión ha sido y es una prioridad menor en la acción de gobierno, y un Consejo General del Poder Judicial, competente sobre los magistrados y jueces, deslegitimado por estar compuesto por “políticos togados” en expresión acuñada desde la Plataforma Cívica por la Independencia Judicial, interesante iniciativa en la que se integran un grupo de valientes magistrados que pretenden desocupar el Poder Judicial de la intrusión política.

Nuestros juzgados en algunas jurisdicciones estaban señalando la celebración de juicios a dos años, y, hoy, no sabemos lo que pasará mañana, cuando se regrese a la actividad jurisdiccional. Creo que una sociedad moderna y avanzada no puede consentir esto, que quien reclame justicia tenga que esperar un tiempo del que no dispone, abocándosele a que, cuando se le resuelva su litigio, sea ya tarde. Algunos han puesto en boca de nuestro paisano Séneca esa expresión que dice que “nada se parece tanto a la injusticia como la justicia tardía”. Con independencia de quien fuera su autor, sólo podemos darle la razón y aplaudir esta idea, porque no podemos cohonestar la injusticia.

Si es preciso acometer una profunda revisión general de nuestra Administración Pública, no cabe ninguna duda que en el ámbito de la justicia la necesidad es apremiante e inaplazable. Un ejemplo de la falta de previsión y de organización eficaz lo demuestra el que, en la mayoría de las administraciones, desde la declaración del estado de alarma, mejor o peor, se ha comenzado a aplicar el teletrabajo. Una tarea que conlleva una vertiente tecnológica, de régimen jurídico y de condiciones de trabajo, aunque también sea un problema de dirección, organización y gestión. Pero, nuestros funcionarios de justicia han sido mandados a casa sin más, sin haberles habilitado unos procedimientos de teletrabajo que, estamos seguros, la mayoría habría acogido con entusiasmo y profesionalidad. Mientras, nuestros jueces y magistrados, al menos, han trabajado y siguen trabajando desde sus domicilios redactando sentencias, trabajo acumulado por el colapso general que ya existía. Mas la incompetencia del gobernante no se puede suplir con el entusiasmo de algunos.

Las medidas inmediatas decididas por el poder político de cara a la terminación del estado de alarma no invitan al optimismo. El Real Decreto-ley 16/2020, de 28 de abril, de medidas procesales y organizativas para hacer frente al COVID-19 en el ámbito de la Administración de Justicia, ha sido publicado sin contar con los operadores jurídicos y elaborado con la premura que desaconsejaban nuestros clásicos jurisconsultos. Pareciera que, en este tiempo, no se puede armonizar la política, que vive momentos de exaltación, con la razón y el sentimiento de justicia. Por eso, hoy más que nunca, nos acordamos de aquello que dijo el sabio Ortega y Gasset cuando pedía una modificación radical de las instituciones y una completa mutación de la fauna gobernante.