Un artículo de nuestro colega M. Aguilar en este mismo diario terminaba con la advertencia de que «cuando se ignora la ciencia, triunfa el coronavirus». Y no le faltaba razón. Con asombro, estamos soportando que un minúsculo ser (vivo para unos y ni eso para otros), más o menos esférico y de unos 100 nm diámetro (10.000 veces más pequeño que un milímetro) nos tenga confinados, asustados, alejados... a toda una sociedad altamente tecnificada, pero carente de líderes serios a nivel mundial. En España, ha servido para reafirmarnos en que tenemos a los mejores profesionales sanitarios, a quienes felicitamos por el reconocimiento con el Princesa de Asturias, que son solicitados en todo el mundo, lo que, junto a la universalidad del sistema, hace que sea catalogado como uno de los mejores del mundo. Pero la realidad es otra: las debilidades puestas de manifiesto son inmensas. Y no solo por la falta de mascarillas o trajes, sino por la deficiencia de personal, de camas UCI, por la pobre dotación de los laboratorios para hacer frente a las necesidades analíticas, etc. Al margen de decisiones políticas, asunto para un libro, esta pandemia ha puesto de manifiesto las debilidades mundiales en sanidad e investigación, con honrosas excepciones. Por supuesto, las nuestras.

La realidad es que nuestro sistema de ciencia y tecnología es uno de los peor financiados de Europa y de los países OCDE, y ello está siendo denunciado continuamente por entidades expertas como la Fundación Cotec para la Innovación, o por Cosce, la Confederación de Sociedades Científicas de España, entre otras. En la dirección adjunta se muestran unos datos comparativos del cambio en la inversión entre 2000 y 2018: https://data.oecd.org/rd/gross-domestic-spending-on-r-d.htm.

Es difícil ser optimista y hacer una lectura positivista de la inversión española en I+D+i. En términos absolutos, España invirtió en esta actividad en 2018 unos 14.900 millones de euros, frente a los 15.500 de Israel, un país con 9 millones de habitantes y ocho universidades públicas. La comparación con países como Alemania, Corea o Japón pone de manifiesto que el sistema español de ciencia y tecnología es ridículo: en 2018, Corea del Sur invirtió 66.000 millones, Alemania 105.000 millones, Japón 137.000 millones, etc. Y eso, año tras año, genera unas diferencias enormes entre sistemas. Con estas cifras, no parece que sea casualidad que estos países estén obteniendo los mejores resultados en esta pandemia, y consta que todos se han apoyado en la tecnología.

A pesar de todo, España suele ocupar una posición de privilegio en los rankings internaciones por producción científica, situándose en la posición 9-11 del mundo. Se dice de privilegio porque representando solo el 0,6% de la población mundial y siendo solo el 1,7% de los investigadores, la producción científica española es el 3,1% de la mundial, el 4,3% de las publicaciones científicas excelentes y el 6,7% de las publicaciones en las revistas más prestigiosas. Esto revela que los científicos españoles son de mucha calidad y también, como los sanitarios, queridos en todo el mundo.

A los escasos, inestables y mal gestionados recursos, hay que añadir la ausencia de una verdadera política de estado de I+D+i. La pasada crisis se zanjó con fuertes recortes en sanidad y en educación (casi 11.000 millones en 2012). Ojalá que los dirigentes actuales no tropiecen en la misma piedra, y cuando salgamos de esta situación se acometa una reconstrucción de nuestro sistema de ciencia y tecnología (pero terminando este artículo me llega un correo anunciado que la Junta de Andalucía recortará en 135 millones la financiación de sus universidades; mal asunto). La reconstrucción debería comenzar por incrementar los recursos económicos de forma urgente para alcanzar la media de la OCDE en los próximos 4-5 cinco años. Pero no solo eso. Deben ponerse luces largas a la hora de adopción de medidas: apoyando y fortaleciendo la labor investigadora de la Universidad (investigar no es una opción del profesorado, es una obligación legal), incentivando sin fisuras la investigación fundamental y dirigida de calidad, aspecto fácilmente evaluable, elevando el personal mediante una recuperación eficaz del talento emigrado, al que se facilitó la realización del doctorado y la salida a centros extranjeros de excelencia, apoyando la transferencia de conocimiento a la sociedad, la tercera misión de la Universidad, orientada a dar respuesta a las necesidades de su entorno y contribuir así al desarrollo territorial y bienestar social, etc, etc. Y ello acompañado de un cambio en el modelo de gestión del sistema, profundo y bien pensado, que debería conducir a la unificación de esas actividades en un único ministerio, y también de las universidades, que no pueden seguir «en manos de aficionados», como escribió el catedrático de Derecho Administrativo Dr. F. Sosa Wagner.

Solamente con y tras un análisis profundo, y con medidas como las expuestas, entre otras, podrá generarse un sistema que disponga del conocimiento y la tecnología para desarrollar una mejor labor docente (somos los profesores quienes formamos a ingenieros, médicos, letrados, tecnólogos... e incluso políticos), para poder contribuir al desarrollo territorial y para enfrentarse a futuros problemas, que vendrán, de manera eficiente y organizada, con ciertas garantías de éxito. Solo se piden medios para trabajar más y contribuir mejor a la Sociedad. Todo, se entiende, si los políticos no lo estropean tratando de explicar cosas que la Ciencia, con mayúscula, no conoce todavía.

* Firma también este artículo Francisco Castillo, ambos catedráticos de la UCO, el último, jubilado