Irene Vallejo explica en El infinito en un junco que las bibliotecas son un espacio radicalmente democrático, ya que en ellas conviven pacíficamente ideas y pensamientos opuestos, autores y autoras con cosmovisiones enfrentadas, en fin, la plural expresión de unos seres humanos hermosamente diferentes. Las bibliotecas, y también las librerías, son repúblicas de las letras donde habitan la realidad y los deseos. Yo mismo podría escribir mi biografía siguiendo el rastro de todas aquellas en las que he ido creciendo. Gracias a las cuales, entre otras cosas, he acabado siendo un macho disidente.

Uno de esos espacios en los que empecé a darme cuenta, entre otras cosas, de que el Derecho puede ser una herramienta de transformación igualitaria, fue, ha sido y continúa siendo la Biblioteca de la Facultad de Derecho de Córdoba. Mi biblioteca. Si pudiera sumar todas las horas que he pasado en ella, todo lo que he aprendido gracias a la savia de sus estanterías, todo lo que también de mí mismo he dejado en su sótano, necesitaría varios cuadernos para no olvidar ninguno de los libros leídos, ninguno de los artículos subrayados, ninguna de las conversaciones que han hecho mis horas más anchas. Esa especie de pócima invisible, de enredadera de saberes y tramas, no habría sido posible sin las mujeres, porque mayoritariamente han sido mujeres, que en la biblioteca han sido siempre cómplices de mis aprendizajes, de los muchos viajes que sin moverme apenas de sitio he hecho desde que, con 18 años, llegué a Puerta Nueva y comprobé que tras el mostrador, artífices de la magia, siempre encontraría una suma de razón y emoción dispuesta a hacer el milagro.

En estos días inciertos, cuando lo que se empeñan en llamar nueva normalidad resulta tan amenazante para el futuro de lo que yo siempre soñé que debía ser una Facultad, recibo la noticia un tanto agridulce de que mi bibliotecaria favorita, la que me ha acompañado durante 30 años en mis travesías y hasta en alguna que otra locura, no volverá en septiembre a estar puntual cada mañana en la puerta de nuestro espacio compartido, cuando yo madrugador llegaba y comentaba con ella el presente y el porvenir. Feliz porque ella pasa a una edad jubilosa, en la que espero que no sea víctima de una sociedad que no reconoce la autonomía y el poderío de las mujeres de cierta edad, no puedo sino sentirme un tanto huérfano al pensar en todo lo que hemos compartido durante décadas. En todo lo que ella, tal vez sin ser consciente, ha dejado de sí misma, de su generosidad, de su ánimo siempre activo, de su militancia y de su profesionalidad, en mi currículo y en mi vida. Porque Carmen Fernández, mi bibliotecaria de Derecho, no ha sido jamás ese señora estereotipada con la que una cultura patriarcal ha dibujado siempre a las guardianas de los mayores tesoros, sino que siempre fue y será una sujeta lúcida y rebelde, de mirada profunda y ánimo un tanto adolescente. Capaz de urdir mil proyectos que consiguieron que la biblioteca no fuera un espacio muerto, sino una ventana abierta a las palabras diversas, a la creatividad juguetona, a los compromisos democráticos. Como si la vida pudiera ser siempre un eterno mes de abril de flores y libros.

Aunque yo sé que nadie es imprescindible, sí que hay personas que dejan una huella singular por donde pasan, como un tatuaje que se adhiere a la memoria, un sello en el pasaporte que nos permite transitar por los días. Por eso sé que Carmen, ahora una jubilosa señora a la que imagino en su mediterráneo leyendo novelas y escuchando a Serrat, estará siempre cosida a la mochila con la que cada día llegaré a la Facultad soñando que los libros, que ella me enseñó a cuidar y querer, me pueden salvar del naufragio. De esa manera, sé que mi bibliotecaria favorita estará en cada préstamo que me lleve al infinito.

* Profesor de Derecho Constitucional de la UCO