Vivimos un tiempo a la carrera. Todo debemos de hacerlo muy deprisa: me gusta, no me gusta; quiero o no quiero. Estas son las órdenes con que nos apremia el teléfono, el clic metálico del ordenador y, sobre todo, la adrenalina que nos domina como un alma superior. Somos marionetas a demanda portadoras de algunas habilidades técnicas y presas del «valor» de nuestro trabajo. Así que no tenemos ni un segundo para pensar en lo que estamos haciendo o nos piden; simplemente decimos sí o no dependiendo del peso del coscurro de pan que se nos ofrece.

Esta vampirización del tiempo (el verdadero maná de la nueva etapa del capitalismo), sin embargo, no solo se ceba con el trabajador normal o el último de la fila, alcanza a todos: a los que se dedican a gobernar, los escogidos que piensan y quienes se enriquecen en esta carrera del mundo sin sentido. Damos por bueno sin pensar todo aquello que nos dicen que puede ser negocio. Lo que se paga bien es la herramienta que con mejor maña y rapidez puede obtener el mayor beneficio en el mercado. Ahí está el éxito, ese es el invento premiado, el esfuerzo más necesario que de inmediato se convertirá en comunicación masiva y pronto (puede que de inmediato) en buenos beneficios.

Ocurre que a fuerza de tecnología, redes y marketing masivo «de lo que tiene éxito», aquellos con mayor desparpajo y habilidad (y pronto poder) se van quedando con todo, bien adsorbiendo al que compitió con ellos, bien arruinando a aquel del que van a sacar poco provecho. Existen miles de ejemplos de éxitos y fracasos en estas operaciones abrasivas. Los primeros terminan por concretarse en enormes conglomerados empresariales dedicados principalmente, pero no solo, a la información, las finanzas, el comercio, el entreteniendo, la salud y la educación (la cultura es otra palabra que han metido en el lavadero hasta dejarla muy pronto sin sustancia), y los segundos son esos enormes trozos de mapas de nuestras naciones en los que solo crecen los desiguales.

En las últimas semanas asistimos a uno de estos episodios: los grandes de las finanzas que controlan las tarjetas de pago y otras aplicaciones con las que operar con solo el roce o una mirada (digamos que Visa o Masterscard a titulo de ejemplo) han decidido aprovechar la pandemia del covid-19 para alertar que le dinero en efectivo contaminante puede ser transmisor de ese virus de moda que, de manera tan eficiente, acaba con la vida de decenas de millares de personas.

Así que asustan a todo el mundo, excepto al joven y el moderno que ya se habían olvidado del billete porque su faltriquera estaba tranquila y a buen resguardo en el móvil. La cajera de tienda rezonga ante las monedas y el ama de casa joven no quiere las vueltas en moneda. Nadie se detiene a pensar (no hay tiempo) en cómo se las apañará el abuelo que nunca tuvo tarjeta de crédito, y aquel otro, es verdad que raro, celoso de su intimidad.

La población dominante de la sociedad se sube al caballo desbocado del no efectivo sin que se le haya ocurrido a donde le lleva el despendolado corcel, pues le sobra con la satisfacción y la comodidad que le da pagar alargando una tarjeta y enseñando una sonrisa.

Claro que ya empezaron a crecer (y picar) en la barriga a muchos varios ronchones rojizos que le vienen a decir que «todo el chocolate del que disfrutan no debe ser bueno» que «la tormenta del viernes dejó sin cajeros y sin forma de pagar alguna al barrio» o que «el mes pasado me pasé comprando con la tarjeta y tuve que acudir a Cofidis». Y la a abuela Mercedes le dejan fiado en la tienda de toda la vida (como a su madre) hasta que cobra la pensión.

En Hacienda y mil centros de prestigio, además, se sostiene que la tarjeta es un arma de primera magnitud para combatir el fraude y el dinero negro. Cuando empecemos a conocer en detalle algunos de los grandes atracos que cometen los nuevos cuatreros de las redes, nos inundará un escalofrío. Entonces denunciaremos por qué no lo advirtieron, y algunos denunciarán a los gobiernos, como ahora sucede con la pandemia por el covid-19. ¿Por qué no nos avisaron? Así estamos, la cabalgada para alcanzar el poder absoluto y la codicia, colonizan con la misma rapidez que el virus.

* Periodista