En una sociedad de ganadores, la derrota es una suerte de disidencia. Perder no es un ejercicio romántico, duele como un padrastro, pero uno aprende. Todas las victorias se parecen, pero cada derrota es un mundo; hay muchas formas de llorar, pero todo el mundo bebe champán del mismo modo. No hablo de fútbol. No sólo, quiero decir. Porque en el fútbol cabe tu vida, quieras tú o no quieras. En esos noventa minutos está dibujada la existencia, el resumen de todas las miserias y heroicidades, sueños y fracasos, odios de diamante y amores blandos. Pero quería hablar de otra cosa.

Todo el mundo es feliz y la tristeza se maquilla con exceso adolescente. Los mojitos han democratizado la alegría. Instagram inventa países para que puedas ir a visitarlos, por si se te acabaron los destinos, y las fotos y la introspección de camisa hawaiana y arenas blancas. Mi amigo Pablo salió de marcha el jueves 12 de marzo. Empezó suave pero se le fue calentando el pico. Primero vino, luego cerveza y de ahí al Larios con cola. Se levantó el viernes con un fuerte dolor de cabeza y lo primero que pensó fue «no vuelvo a salir». El resto es historia de España. Dos meses se ha pegado expiando sus pecados en el sofá. La resaca más larga de la edad contemporánea. «Tengo ganas de salir para poder quedarme en casa», me escribió por Whatsapp. «Tengo ganas de tener novia para fantasear con mi soltería», añadió. El ganador es una construcción social. Por dentro, todos deseamos lo que no tenemos, todos amamos lo que perdimos, todos nos abandonamos a la incertidumbre. No hay faro más luminoso y alto y más bien plantado que el faro de la curiosidad por lo que vendrá. Somos marinos calculando rutas en la inmensidad desde la orilla del presente.

Ojalá tener valor y un hidropedal, para echarme a la mar. Pero ni una cosa ni la otra tengo. Siempre quise ser Ulises. Adentrarme en la mandíbula de azul y espuma. Dejando tras de mí a esposa e hijos, pero sin malos rollos. Por amor a la aventura, por algunas movidas bélicas, por cierta desvergüenza antigua. Parándome por ahí, de chusneo, con hechiceras y gente bien. Con Ítaca en el corazón pero con el viaje ya haciéndoseme bola. Dando tumbos. Pedaleando infatigable. Ahora llamamos odisea a abrir la bolsa del supermercado con los guantes puestos. Qué pena. Cómo se ha depauperado la épica. Hay dos tipos de hombres y yo soy de los que decepcionan, de los que leen libros innecesarios. Sé que amo porque, si ella vomita, le retiro con suavidad el cabello de la cara. Cosas sencillas. Viajes cortos. De la toalla al chiringuito. En una sociedad de ganadores, saberse insignificante es una suerte de exilio.

Miro mi cuenta bancaria como el perro mira su comedero vacío. Esto es el capitalismo, nuestro mundo. Salivar frente a la nada. Mis años como padre son también como de perro, pasa uno pero sientes que han sido siete. El otro día mi hijo Fidel se tiró en el césped del parque junto a mi casa y cayó sobre un enorme, pestoso, negruzco y cánido zurullo. Lo levanté maldiciendo al mismísimo Anubis. Sobre los perros, sus dueños y los parques hablaré en otra ocasión. En la fuente hice lo que pude pero la mierda permanecía y el olor era insoportable. Lo cogí como Rafiki coge a Simba y recorrí así medio kilómetro hasta casa. Nos metimos juntos en la ducha. Me reí solo. Él, sin saber, rio conmigo. Yo soñaba con ser Ulises pero lavo a mano la caca de un perro que no es mío. Todos merecemos una vida arrebatadora, llena de pasión y noches en vela, de viajes y ginebra cara. Pero allí en pelotas los dos, con aquel hedor de salchicha y pienso, murmuré: regálame, vida, veinte años más como estos.

* Escritor