Se lo tenían dicho: mesura, Braulio, mesura. No podía ponérselo fácil a los que iban a estar esperando que la cagara, a todos aquellos que le tirarían de la lengua para pillarlo en modo políticamente incorrecto. Mesura. Sin perder tu personalidad, pero mesura, Braulio, tú mejor que nadie sabes cómo funciona esto.

Mucha gente le tenía ganas. Era más que probable que tarde o temprano cualquier desliz lo retratase, cualquier comentario sacado de contexto, cualquier salida de tono hiriendo las susceptibilidades buenistas y haciendo poner el grito en el cielo a ofendidos y ofendidas de distinta naturaleza. Uno no pasa de la noche a la mañana de la locuacidad incendiaria a la prudencia institucional.

Los tertulianos adversos no tardaron en asegurar que nombrando a Braulio Enríquez, periodista y escritor de larga trayectoria, defensor sin complejos del patriotismo ultraliberal y aficionado al tuiteo tabernario, el presidente había apostado por un perfil complejo que seguramente le daría más de un disgusto.

Contrólate, Braulio, nada de confianzas, le dijo al susodicho su recién nombrado asesor cuando empezó a ejercer el cargo de consejero de Cultura, ya sabes que el personal hila superfino en estos tiempos.

Y la cosa funcionó. Tras más de un año, Braulio Enríquez no había provocado ninguna polémica. Si se tecleaba su nombre en Google no había rastros de ningún derrape verbal.

Por eso le dio tanto coraje que pasara lo que pasó después de la rueda de prensa para presentar la ampliación de uno de los principales museos de la región. Una periodista bastante guapa de una tele local le pide al consejero a través de su asesor que entre en directo en el informativo, una cosa rapidita. El consejero dice que sí, atraído por los encantos de la redactora, la reportera que minutos después le hace torcer el gesto preguntando y repreguntando incisivamente por los sobrecostes de la ampliación del museo cuantificados en un auditoría externa. El consejero sale del aprieto como puede. No se lo esperaba. Cuando piensa que solo es escuchado por su asesor, se le escapa un «con lo buena que estaba la tía calladita». La periodista seguía por allí y pilla onda. El asesor intenta suavizar la situación. Ella no atiende a razones y se marcha indignada. El asesor reacciona rápido. El móvil. Consigue el móvil de la aludida. No lo coge. Hay que pararla antes de que cuente el asunto, mandarle un wasap aunque sea, dice el consejero. En el coche el asesor le hace ver que cualquier cosa escrita es comprometedora, no me seas ingenuo a estas alturas, Braulio, pero el consejero insiste en mandarle un mensaje de disculpa, un mensaje que acaba tecleando medio a oscuras, un mensaje urgente y escueto con una traicionera errata agazapada en su interior: «Maribel. Eres una profesional como la copa de un pino. No era mi intención ofenderte. Hablamos cuando quieras. Un salido».

* Profesor