Cuando lean esta columna, el estado de alarma se habrá prolongado más allá de los dos meses. Sesenta días de parloteo incesante de políticos con diversas puestas en escena, a menudo incomprensibles. No entendí, por ejemplo, por qué informaban con estelar protagonismo, y con discursos cándidos y puritanos, oficiales del ejército y la policía. ¿No habría sido más normal que, como ocurre ordinariamente en Justicia, esos cuerpos realizaran informes y los remitieran a la autoridad competente? No entendía los infinitos discursos presidenciales, sermonescos, beatos: el discurso de Gettysburg tiene unas 300 palabras (doscientas menos que esto que leen), y es magistral. La primera Catilinaria de Cicerón, la mejor pieza de oratoria jamás compuesta, unas 3.400. No entendía hasta que entendí: nadie ha enseñado a hablar a la gente que se dedica a hablar, y no saben.

La oratoria es extraordinariamente difícil. Y su rédito es nulo: un discurso no es una canción, se pronuncia y muere. Nadie la enseña. Los pastosos y afectados estudios de retórica cerraron la escuela a la oratoria clásica (la única que hay), y ahora es razonablemente sospechosa porque se confunde con talleres de autoayuda, charlatanería y técnicas de venta. No hay en el Parlamento español un solo orador serio, que comprenda las partes de un discurso, el tiempo, qué palabras tienen poder y cuáles no. Lo único que hacen es o aburrir o gritar. En consecuencia, y esto ya lo formuló Quintiliano, su ignorancia los lleva a hablar sin límites, y su fama se sustenta en que sus seguidores oyen en su boca la burrada que ellos mismos no se atrevían a pronunciar hasta ese momento. «Est praeterea quaedam virtutum vitiorumque vicinia», hay cierta vecindad entre virtudes y vicios, y se toma la pedantería por inteligencia, el insultar por bizarría, el descuido en las formas por progresismo, la soberbia por pedigrí o preparación. ¡Basta ya! Un buen orador no necesita más que la palabra exacta, el tono adecuado, para sustituir un puñetazo en la mesa o un grito. Nos hemos habituado a que nuestros políticos contesten a lo que no les preguntan, en un bucle asfixiante de lo que ese día han decidido que será la verdad. ¿A quién demonios le hablan?

Un orador es una persona honrada que sabe hablar, sencillamente. ¿Pero quién puede dedicarse a la honradez, con todo el tiempo consumido por la búsqueda de la salvación personal, el lucimiento, la rentabilidad electoral, el ponerse de perfil hasta ser acreedor de la pensión? Al Parlamento se va a arder, no a hacer carrera. El trabajo por el bien común se cobra en orgullo, no en oro.

Se reduce la oratoria parlamentaria a invocar «que yo no acepto lecciones de usted», recordar lo que hizo el otro antes y caricaturizar al adversario. Figuras retóricas mediocres y de incultos. Si quieren ad hominem, que canten rap y dejen el escaño.

La ignorancia se cura, a cualquier edad, con humildad y estudio. Y el estudio, sí, extirpa parte del ingenio personal.

Los defectos.

* Abogado