El 16 de mayo de este presente año, ha fallecido Julio Anguita, posiblemente el único político de buena raza y mejor casta que quedaba en España. Deseo hacer una glosa no sobre su vida sino acerca de la firme convicción de sus ideas.

Nos conocimos cuando ambos estudiábamos Magisterio en la Escuela Normal ubicada en la calle S. Felipe. Era un compañero más, como otros tantos, de los que cursábamos la carrera. Recuerdo que, en aquellos tiempos, su indumentaria era elegante, cosa que los demás no poseíamos. Sin temor a equivocarme podría decir que era un «dandi».

Siempre hemos conservado ese trato amable, que no amistad profunda, del compañerismo.

También su primera esposa, Antonia Parrado Rojas, fue compañera de mi esposa desde que se conocieron en la Enseñanza Primaria y Bachiller, así como mía en las Oposiciones de Maestro Nacional. Por avatares del destino, yo no llegué a ejercer como maestro, pero hemos mantenido el trato cariñoso de nuestros años jóvenes.

Cuando podía, acudía a las «comidas navideñas» que celebramos todos los compañeros, satisfechos de haber acumulado un año más a nuestra vida. Bien, hasta aquí lo referente a nuestra no profunda amistad.

Siempre lo he admirado por la firmeza de sus convicciones y constancia con las que las defendía. Esta posiblemente sea la característica que mejor lo pueda definir.

Ciertamente, a veces las defendía con demasiado acaloramiento y vehemencia, pero siempre he pensado que no era fruto de tozudez ni empecinamiento, sino consecuencia de lo profundamente que consideraba que eran inamovibles y, para él, verdaderas. Pero tenía un sentido tal de la honradez y la dignidad personal que, en cierto momento, llegó a decir que se votasen siempre a políticos honrados, no a ladrones, así lo expresaba, apostillando que si los de izquierdas eran unos ladrones y los de derechas no, que los votasen a estos en lugar de a los otros.

Otra prueba de su gran dignidad fue que renunció a la paga vitalicia que como diputado le correspondía, manifestando que con la pensión que tenía como profesor de Instituto tenía suficiente para vivir bien.

Nunca poseyó deseos de grandeza ni ostentación, era tan humilde como puede serlo un ciudadano cualquiera.

Ha muerto un hombre bueno, honrado y digno de respeto por quienes no compartían sus ideas. Dios, que conoce los corazones de los hombres, seguro que le habrá dado el lugar que se merece.

* Doctor en Filosofía y Letras (Geografía e Historia)