Lo simple y el mensaje directo y breve son hoy valores. Es el tiempo del tweet, de Whatsapp, de señales toscamente desaliñadas que recibimos y enviamos dirigiéndolas a la víscera, no a un sincero proceso cognitivo crítico. Por el contrario, la idea compleja, la heterogeneidad o la plurisignificación son colocadas en anaqueles umbríos e inaccesibles, con un gesto social desdeñoso de gris desapego.

Ayer, mi hija pequeña, con indisimulada sorna, intentó explicarme que pretender expresar una idea a través de las redes sociales que aspirara a escabullirse del calabozo de la frase y que contuviera subordinadas, en lugar de ideas breves, contundentes y radicales, en las que los matices fueran erradicados, era un propósito condenado a la frustración y a un bufo fiasco. El resultado no distaría mucho si lo expresáramos en tanema, una lengua hoy prácticamente extinguida, originaria de Vanikoro, una de las islas Salomón.

Lógicamente, en este nuevo escenario universal, disneyano, fluido y volátil, se necesitan interpretaciones de la realidad lineales y binarias y que, además, conlleven una forzosa precarga ideológica o moralizante (absolutamente coherente con el bando en el que nos hemos alineado), que nos permitan ser pastoreados voluntariamente y conducidos, dóciles, al lugar donde hemos decidido pastar. Esperar diariamente, como cargos políticos,el suministro del argumentario con el que desenvolvernos, el pensamiento nuestro de cada día, el alimento preelaborado que nos dispensa de cocinarlo por nosotros mismos, sintonizando tempranamente “nuestra” emisora “de confianza”, leyendo “nuestro” periódico, viendo “nuestra” cadena de televisión o leyendo los libros que nos recomendaron “nuestras” fuentes de confianza.

Y esto comienza a parecerme inquietante, porque no creo que valga hoy aquello que se decía antaño de que las democracias mueren a manos de personas armadas. Cuando la opinión autónoma es mirada con recelo y la ciudadanía parece bascular entre un radical desinterés (muchas veces inspirado en la irritación ante la mediocridad política) y la confortable trinchera en la que instalarse, arrebujándose en el calor de los iguales y del hooliganismo, las luces de emergencia debieran comenzar a llamarnos, espoleando nuestras consciencias. Pero, que no se busque atajos: a la democracia no la salva nada más que la democracia. Hace poco leí en una entrevista a José Mujica que decía que "luchar por la democracia es luchar utópicamente por una civilización".

En la Francia de finales del siglo XIX, un país desmoralizado tras la derrota en la guerra contra Prusia y la caída del Segundo Imperio de Napoleón III, surgió la Tercera República en un clima de crisis política continua. En élse produjo un escenario propicio para la polarización, en el que las ideas radicales y extremas como el antisemitismo ciego y enfermizo encontraron un hábitat confortable. Bastó un evidente caso de injusticia como el affaire Dreyfus, en el que se acusó de traición a un militar de irreprochable carrera e impecable actitud profesional, principalmente por su condición de judío, para desatar una suicida carrera de enfrentamiento entre sus partidarios, los dreyfusards y los dreyfusardsantidreyfusards, declarados enemigos, que fracturó a Francia en dos bandos, totalmente convencidos de la legitimidad de su posición y dispuestos a enfrentarse violentamente contra el otro, al que mentalmente despojaban de razón y de humanidad. Porque ejemplos como este no faltan en la Historia de la Humanidad. Y menos para los españoles, a los que no se nos necesita recordar nuestras trágicas y repetidas contiendas civiles. Aquí se invoca el Fiat iustitia et pereat mundus (Hágase justicia, aunque el mundo perezca), que, precisamente, suele clamarse retóricamente por quienes abogan por la injusticia.

Ante esto, soluciones simples. Remedios que apelan a nuestro yo más infantil, que demanda respuestas inmediatas a los problemas que nos acucian, que nos tranquilizan porque, mejores o peores, son respuestas frente a nuestra perplejidad ante análisis sutiles y complejos que no ofrecen la panacea que demandamos en seductoras píldoras fácilmente tragables (¿a qué no hace falta cerrar los ojos para ver un rostro anaranjado y un cabello imposible?). No es hora -creemos- de lo que Sloterdijk llamó “rebelión contra la complejidad”. Es claro que la pasión ahoga a la razón. No se puede vivir en una eterna refriega, no se puede superar los obstáculos, los problemas que afectan a toda la sociedad, sin contar con el otro. No nos pueden redimir otros, porque la redención es un empeño común que precisa del consenso.

Aunque vivimos hoy una época de desolación, y ya nos dijo el santo de Loyola que en este tipo de tiempos nunca ha de hacerse mudanza, lo cierto es que la inacción es la receta menos aconsejable para conseguir la supervivencia. Nos necesitamos. No sólo porque no se puede construir contra otros o sin los otros, sino porque la política -cada vez más, en la era global-, se juega en escenarios mundiales interdependientes, en los que las voces tienen que sonar empastadas y armónicas por el interés de todos.

* Abogado