Descubrió la EPA del martes lo que todo el mundo sabía de antemano y que veremos en toda su magnitud tras finalizar junio, por aquello de coincidir el período real de impacto del covid19 con la segunda Encuesta (que es trimestral), con el calendario del desconfinamiento -un ejercicio de complejidad indefinida y condicionada a «como vaya el día» en las próximas ocho semanas- y el fin del semestre, es decir, el cierre del plazo para presentar la declaración de la renta. Faltaría más.

Se antoja así junio, como un mes decisivo para evaluar con mayor precisión el control de daños de la economía y sus efectos sobre el empleo, unos daños claramente asimétricos desde el punto de vista territorial, consecuencia evidente de su estructura productiva y composición sectorial.

Se titulaba el martes que Córdoba tiene la tasa de paro más alta de España. La clasificación es recurrente desde hace un par de décadas en las estadísticas oficiales y se adoba con esa tasa imaginada -no porque no exista, que existe, sino porque no es cuantificable con un método científico realmente riguroso- de la economía sumergida, una lacra que hace más daño social que el propio paro.

Y lejos de volver a ‘reflexionar’ sobre las causas de la anomalía, que son muchas y posiblemente todas tengan una parte de razón, (porque el de enfrente también tiene la suya y hay que escucharla como mínimo con respeto), lo cierto es que hay que mirar adelante, al futuro más cercano, pero también mucho más allá porque si no, esto será insostenible.

Miremos las cosas desde otro modo. La realidad es que, a 31 de marzo, teníamos 278.136 cotizantes privados y públicos frente a 265.764 pensionistas y parados. Son datos de la Seguridad Social y de la propia EPA sin desagregar el empleo público, sin contabilizar lo sucedido en abril y sin poner en el casillero correspondiente el ‘efecto ERTE’. Si no entendemos que hay que salvar las empresas y resetear el modelo productivo -empezando por las actitudes- el camino va a ser duro. Lo veremos cuando acabe junio.

* Periodista