Cada año, el 23 de abril, Ana cogía un papel y escribía todo lo malo que quería quemar. Entonces lo llevaba al parque que hay frente a su casa, el mismo que todos los días divisa cuando se tumba boca abajo tomando el sol, y lo lanzaba a la hoguera. Era catártico. Cientos de papeles se convertían en humo y cenizas que cubrían toda la ciudad. Por un momento, el cielo se plagaba de historias malditas, de bucles insoportables, de diálogos llenos de reproches. La gente incluso lo fotografiaba; era una foto negra, completamente negra, como si se hubiera velado un carrete. Un instante después, con el primer soplo de cierzo, todos pulsarían el botón eliminar.

Hay muchas formas de eliminar a las personas tóxicas y, aunque a veces parezca imposible, se van.

Ana llevaba varios meses con el papel escrito, nombre y apellido con una letra impoluta, dispuesta a darle la definitiva sepultura. Lo había intentado en otras ocasiones, convencida de que lo lanzaría al fuego, pero al final siempre se resistía. Un mensaje, una mentira, un regalo, una promesa estúpida, cualquier cosa le valía para echarse atrás.

El papel pesaba ya demasiado, no la dejaba avanzar. Era como llevar una mochila de ladrillos para ir de senderismo por el Pirineo. Necesitaba despojarse de ella ya. Era urgente.

A Ana se le vino el mundo encima cuando se enteró de que el 23 de abril no podría ir al parque a quemar su historia. Se quería morir. ¿Por qué esta ansiedad?, se preguntaba. ¡Es un puto papel! Pasó todo el jueves dando vueltas por su piso, un ático de la zona vieja. No fue a comprar, no salió a aplaudir, no hizo videoconferencias, ni a su propia madre llamó. El papel seguía encima de la mesa cuadrada de su balcón cuando se quedó dormida en el sofá con una película de Garrel de fondo. Es raro que no se despertara ni con los maullidos del gato, que llevaba horas reclamando un puñado de bolas de pienso.

Pasada la medianoche abrió los ojos, alterada. Había soñado algo bonito, aunque no recordaba exactamente qué, solo que se sentía muy ligera, como si flotara, con una placidez que hacía años que no experimentaba. El gato la seguía molestando, así que antes de irse a la cama, fue a rellenar su cuenco. Al salir al balcón le dio frío; lo hizo tan rápido que no se percató de que no había ningún papel sobre la mesa. Cayó dormida profundamente. Fue una noche de mucho viento.