Con sus siete palabras («Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí»), este cuento publicado por Augusto Monterroso en 1959 fue considerado durante décadas como el más breve de los escritos en lengua castellana. Como toda obra artística, admite múltiples interpretaciones, pero yo me quedo con la más obvia: la narración de una pesadilla de la que no puede uno salir porque se prolonga en la realidad. Por espantoso que sea un sueño, sabemos que este termina cuando uno despierta; que, como cuenta Monterroso, la pesadilla perdure con la vuelta a la vigilia, resulta algo insoportable. Por supuesto, durante estos días de dinosaurios invisibles no he dejado de acordarme de este cuento -cada vez que el amanecer confirmaba que la pesadilla del coronavirus seguía al otro lado del balcón, quién sabe si merodeando ya dentro de la propia casa-.

Conozco un relato incluso más sombrío que este. Pertenece a Raymond Bradbury, y se titula La última noche del mundo. También aquí se describe un sueño horrendo (todos los seres humanos, sin excepción, morirán en el transcurso de unas horas), también aquí el despertar trae consigo la evidencia de que esa pesadilla que -y esto es lo más terrible- han sufrido todos los adultos se cumplirá la misma noche en la que discurre la acción del relato. Esta es bastante simple: un hombre le confiesa al fin a su esposa el contenido del sueño, ella le confirma que ha soñado lo mismo, constatan que todos sus amigos y conocidos han padecido idéntica experiencia. Se cuentan esto mientras toman una café, y en el vestíbulo sus hijas juegan con unos cubos de madera. Lavan luego los platos, acuestan a las niñas, se abrazan y -tendidos ya en la cama- aguardan juntos el final, tomados de la mano. No se nos ofrece aquí, como en el cuento de Monterroso, una experiencia aislada -susceptible de ser entendida como el delirio individual del protagonista de la narración- sino el destino de toda la especie. También he pensado en este relato durante estos días funestos.

El propósito de este artículo no es, sin embargo, hundirles en la depresión. Todo lo contrario. Con mi habitual torpeza, lo que intento es animarles a que se acerquen a la literatura. A la buena literatura. Ya sé que hablar en estos tiempos de «buena» literatura resulta poco correcto. Así como en el asunto de la verdad cada uno cree tener derecho a la suya propia, parece que el «de gustibus non est disputandum» permea la estética de nuestra época. Hablar de enunciados «verdaderos» o de «buena» literatura es percibido como un intento encubierto de imponer a los demás las propias preferencias. El relativismo se ha extendido a todos los campos de la cultura, así como a la vida cotidiana. En el caso de la literatura, yo pienso, sin embargo, que obras de calidad «haberlas haylas».

Es cierto que los cuentos que les reseñé más arriba resultan poco animosos, y aún menos en estas horas en las que sentimos que la peor de nuestras pesadillas se ha vuelto realidad. Pero se trata de dos relatos trágicamente hermosos, trazados con una admirable economía de medios. Son ejemplos de buena literatura. Y es a eso a lo que les invito. ¿Qué importa si son amargos? Para la buena literatura el tema es lo de menos. Tal vez sea eso lo que la diferencie de la mala literatura, donde la pregunta «¿de qué va este libro?» parece determinarlo todo. Estoy convencido de que el propósito de la literatura (de la buena y de la mala) es hacer pasar un buen rato al lector. Pero ese «pasárselo bien» no depende (en el caso de la primera) para nada del contenido de la historia, la cual puede ser alegre o triste, chispeante o deprimente. Su valía estriba únicamente en el modo especial en el que las palabras se ordenan sobre el texto, configuración que -si es afortunada- provoca en el lector lo que Vladimir Nabokov describe como un «estremecimiento revelador», el cual capta el lector «no tanto con el corazón, no tanto con el cerebro, sino más bien con la espina dorsal».

La buena literatura se queda más acá del cerebro. Como la buena música, para la que el tema resulta indiferente (¿alguien dejaría de escuchar el Requiem de Mozart porque resulta poco alegre?), avanza sin atajos hasta la espina dorsal. De ahí que para ella no existan temas deprimentes. Yo les invito, en estas horas en las que la pandemia condena a muchos de nosotros a un ocio forzoso, a que lean buena literatura y a que gocen de ella. Cualquier punto es bueno para empezar. Por alusiones, yo les recomiendo a los tres narradores que han aparecido en este artículo y que forman, por cierto, un sugerente endecasílabo: «Bradbury, Monterroso, Nabokov». Podría haberles sugerido otras cien lecturas diferentes. ¿Qué más da? Pues quien entra en este hermoso laberinto no tarda en encontrar su propia y personal senda: un autor le lleva a otro, este a otro, y a otro... en un viaje sin retorno para el que esta reclusión forzada puede constituir -no hay mal que por bien no venga- un prometedor comienzo.

* Escritor