A principios de marzo todo el mundo creía que esto del coronavirus, era «cosa de chinos». La prensa, y sobre todo la TV, se empeñaba en sacar datos, cifras, números, incrementos de casos..., etc. Nadie se preocupaba de decirnos qué era ese virus en realidad; parecía como si lo único «importante» fueran las cifras y no los síntomas, como encararlo y sus consecuencias, que luego se demostraron nefastas. El día 14 el gobierno decretaba el Estado de alarma ante nuestro estupor. Nadie podría pensar la que nos esperaba.

Los medios escasos y la improvisación eran en esos primeros días lo normal. El Gobierno, desde el principio, se apoyó en los especialistas, que aplicaban las decisiones, siempre de acuerdo con las recomendaciones del comité científico técnico del covid-19. Las cifras se disparaban en una espiral que no parecía tener fin. Era obvio que los enfermos y nuestros gobernantes eran los más «necesitados» en ese momento (salvando las distancias). Estar en la situación de ambos no era plato de gusto. Todos deberíamos haber estado desde el principio empujando en la misma dirección y no poniendo arena en el engranaje de la maquinaria del Estado (Gobierno, Parlamento, comunidades, ayuntamientos..., etc.). La Comunidad de Madrid y su presidenta al frente, desde el principio, se posicionó frontalmente en contra de cualquier decisión que tomara el gobierno. Hay que recordar que ésta y las dieciséis comunidades autónomas restantes tienen plenas competencias en materia de Sanidad y que, a modo de ejemplo, la Consejería de Sanidad de Madrid dispone de más de 83.000 empleados/as y solamente el hospital de La Paz tiene una plantilla de 6.895 empleados, unos números nada comparables a la del Ministerio de Sanidad, con tan solo 1.200 trabajadores para toda España y unos presupuestos que Madrid duplica con respecto a España. Eso sí, la sanidad madrileña está en gran medida privatizada y, por lo tanto, siendo un negocio más, en vez de un servicio público. El Gobierno pretendía coordinar, pero hubo quien desde el principio se resistió a ello, pues como el perro del hortelano, «ni comía, ni dejaba comer».

La vida seguía por unos derroteros que nunca podríamos ni imaginar; el abatimiento y el pesimismo comenzó a hacer mella en parte de la población, que intuía que esto iba para largo, con el agravante de que dio comienzo en las redes una batería de descalificaciones, críticas y hasta insultos, por parte de bastante gente, al Gobierno por su improvisación (como si todos los años tuviéramos una pandemia). Comenzaron a salir listillos de todo a cien, neo salvadores de la patria, agoreros de pacotilla y, sobre todo, gente de mala baba que querían aprovechar el desconcierto, el miedo y el dolor ajeno para sacar réditos políticos partidistas de una tragedia no ya nacional, sino internacional. Como toda acción, suele tener su reacción. Otro tipo de personas que querían sobreponerse de manera positiva comenzaron a confrontar una filosofía a otra y por qué no decirlo, una ideología a la contraria. Por encima de todos ellos estaban los sanitarios, reponedores, repartidores, policías, militares, etc. los verdaderos héroes de toda esta historia. En esta pandemia hemos aprendido muchas cosas, pues nunca tuvimos ninguna que hayamos conocido los que actualmente estamos vivos. Al estar las calles casi desiertas, los bares cerrados y los centros de trabajo igual, ha sido en internet a donde se ha llevado todo el debate, no exento de mucho odio, el viejo rencor fuera de tempo y un virus, ese sí, ya muy conocido y antiguo, el bulo.

Los españoles --al menos algunos-- no aprendemos, no sabemos marcar las prioridades de cada momento. Era tiempo de hablar sereno, ayudar, apoyar, pero nunca de peleas partidistas estériles y descompensadas. El bulo se ha hecho noticia y la noticia bulo, en una simbiosis demoniaca y perversa. La política opositora se ha hecho «a la carta», según convenía en cada momento a la cabeza bicéfala de la FAES, el señor Casado y el señor Abascal. Nada que ver con las oposiciones de la derecha en otros países de nuestro entorno. La infantería internauta, junto a algunos editoriales periodísticos, fue la avanzadilla de las ruedas de prensa del día siguiente. Todo irracional e inhumano, pues mientras cientos de personas al día iban muriendo y con los cuerpos aún calientes, se les ponía como «excusa» para dañar al Gobierno. Se ha llegado hasta a poner de portadas de un periódico a muertos antes de ser enterrados y fotos trucadas con cientos de ataúdes en la Gran Vía de Madrid. Todo irracional e inhumano.

Si don Miguel de Unamuno viviera y hubiera podido asistir estas semanas pasadas al Congreso de los Diputados, seguramente, y parafraseándose a él mismo, me atrevería que hubiera dicho algo parecido a lo que dijo en el Paraninfo de la universidad de Salamanca hace ochenta y cinco años: «Este es el templo de la democracia. Estáis profanando su sagrado recinto. Puede que venzáis por que tenéis la fuerza de la mentira en las redes, pero no convencéis nada. Para convencer hay que persuadir y no engañar, pero para persuadir, necesitáis algo que os falta: la razón».

* Diplomado en Ciencias del Trabajo