El coronavirus ha conseguido que en muchos hogares se hayan estrechado los lazos familiares, los recuerdos compartidos, la nostalgia de abrazos pasados, la ilusión por volverse a ver. Yo soy muy afortunada porque, aun teniendo en casa algunas personas de lo que se ha denominado población de riesgo, todos se encuentran bien. Al menos, de momento.

Nunca he temido por mí, pero sí por todos aquellos a los que quiero. De hecho, cuando empezó el confinamiento, deseaba con angustia que pasaran los días sin rastro de síntomas en la videollamada familiar que, a raíz de esto, se ha convertido ya en diaria. Me despertaba angustiada, pensando que quizá esa mañana recibiría el mensaje de que uno u otro tenía fiebre. Hacía un ejercicio absurdo, que era repasar las costumbres de mis padres (las clases de manualidades, la compra, el gimnasio...) para calcular su nivel de exposición antes del estado de alarma. Paradójicamente, un problema cardiaco de mi hermano, en pleno mes de febrero, hizo que ellos estuvieran más recogidos mientras el virus campaba a sus anchas. Quizá algo triste ha hecho posible algo alegre.

Decía que mi repaso era un ejercicio absurdo porque nos separan más de 400 kilómetros y por aquel entonces no nos contábamos la vida minuto a minuto. Ahora, sí. Nos conectamos siempre a la misma hora y siempre con ilusión. Mi padre dice que es el momento más feliz del día y cree que las conversaciones de ahora, más largas y variadas que antes, no las olvidaremos nunca. Es probable. Hacemos planes para el futuro, hablamos de política, de cocina y de series, celebramos cumpleaños o reñimos a mi madre por salir para enviarnos por correo las mascarillas que ella misma hace con retales.

No me quiero ni imaginar cómo están en las otras casas, en las que sí pierden a sus seres queridos y sin la oportunidad de decirles adiós. Es imposible no sentirlo como una desgracia colectiva. Ojalá esto nos convierta en mejores hijos, mejores amigos, mejores personas.

* Periodista