Se me está poniendo carita de Roomba, de tanto toparme con las paredes de mi casa, de tanto arrastrar los juguetes de los niños, de tanto dar vueltas de un lado para otro por el salón. Me asomo a la ventana y es la chica de ayer, de antes de ayer, y del otro. Esta rutina nuestra de cariátides. Saludo a las vecinas como una infanta, con esa hermosa mezcla entre el compromiso y el desdén. Escribo estas líneas más endeble que apenado. Descubro, extraño, que no todos están marchitos como yo, que por ahí fuera existen picapedreros del júbilo, pensadores, entusiastas, chispeantes y desenfrenados creadores. Ha pasado ya más de un mes y aún me siguen sorprendiendo, y escamando, los pandemiers. Todos esos que creen que esta crisis servirá para algo. Que hay oportunidad entre la podredumbre. Flores en el lodo. Un salto espiritual, una sanación ecológica, una nueva ética global, un consumo más responsable, hondas creaciones. Cosas así. Lucecitas temblorosas en un bosque siniestro, en una negrísima frondosidad como de cuento. Ya no basta con salir de esto, ahora por lo visto hay que hacerlo con torería.

Yo sólo quiero volver a lo que tenía: una preciosa nada. Una nada llena de vida. Una nada con muebles montados por mí, con libros que amontono sin leer, con mis tragedias insignificantes, con mis amores, mi nostalgia, mis diminutos crujidos. Una nada como tantas otras nadas, sin confeti ni champán enfriando en la nevera. Vidas deslucidas, como viejos estadios, con gradas de cemento, calvas en el césped, marcadores de latón, celebrando los saques de esquina, un cero a cero que sabe a ron con cola, a milagro, a besos bajo el sol. El coronavirus es más ataúd que crisálida. Vivir, a veces, es una coreografía gris e inconsolable. Todos tenemos derecho a bailar con torpeza.

Ahora, cuando escribo, siento que sobro. Que ya tienen ustedes suficiente con las noticias, con los chistes de Whatsapp, con los mensajes montañarusísticos de sus familias. En este balancín entre la tristeza y la risa tonta, entre la esperanza y la incredulidad. Echar de menos es una danza oxidada. ¿Se acuerdan de cómo era la vida? Eran tiempos del ahora, éramos reyes fugaces, cabalgábamos la intrascendencia agarrados con fiereza a su crin. Y ahora, qué somos. Pesados mamíferos en pijama. Pálidos bebedores de ajenjo. Compradores apresurados de cerveza y pan. No queremos un futuro mejor, sólo un futuro. Tengo más ganas de no salir a correr pudiendo, que de correr.

Siempre he defendido que los mejores camareros son aquellos que te tratan con el desprecio justo. Que saben medir el asco que les produces al otro lado de la barra. Esos que odian y aman, como Catulo; que te sirven y se van. Sin zarandajas ni remilgos. Echo de menos sus cafés pelantes, sus olvidos, sus miradas aviesas. Ojalá la vida como uno de esos camareros huraños que al día siguiente recuerdan cómo quieres la tostada. Ojalá la vida de nuevo con esa melancólica destreza. El refugio de los bares, una ilusión tibia, gruñir por tener que bajar la basura, poner a los niños de excusa para no quedar con los amigos, tumbarse en el sofá no por obligación, sino por pura y concupiscente pereza. Volver a nuestras nadas, orgullosos y vulgares. Iguales o peores. Qué más dará eso.

* Escritor