Decían Astérix y Obélix que solo temían a una cosa: que el cielo se les cayese sobre sus cabezas. Una frase que -sirva también de homenaje a Uderzo- puede ilustrar perfectamente la situación por la que estamos atravesando actualmente.

En antropología y sociología entendemos la estructura social como ese amasijo de instituciones que mantienen al grupo. Un conjunto de instituciones como la economía, el parentesco o la religión que articulan nuestra forma de comportarnos, las reglas sociales que observar o la forma de gestionarnos como grupo, materializándose en algunos entes concretos.

Del mismo modo, fruto de esas convenciones, aparece lo que Bourdieu llamó violencia estructural y que se definiría como ese entramado que no se ve pero que se siente y que permite establecer la estratificación y las desigualdades sociales con relación a esa gestión del grupo. Esta violencia, al igual que la violencia directa -que es mucho más fácil de entender- estaría en manos del estado, a quién, a través de los votos, hemos legitimado para emplearla. Creemos que es legítimo lo que nos ocurre debido a diversos sistemas de justificación en los que debemos creer y que permiten el orden y la convivencia, en nuestro caso, la democracia -aderezada con la religión-. Entre estas desigualdades aparecen cosas tan abstractas como la cultura o los grupos sociales, pero también otras más concretas, que ahora se nos hacen palpables, como el acceso a los recursos (hospitales o supermercados) o el uso de los espacios públicos.

Hasta hace veinte días mal contados, el concepto de estado o de sociedad (que son dos cosas bien diferentes) nos parecían lejanos y abstractos a la mayoría de la población. Ideas que no iban con nosotros, especialmente para la generación x, millenials y posteriores, a los que tan sólo la anterior crisis económica, el 15M o el independentismo catalán nos habían sacado en parte de ese adormecimiento. Unas generaciones que percibíamos todas las decisiones como ajenas e inevitables, algo muy propio de las sociedades aparentemente occidentales, modernas y actuales, pero que, de repente, se han convertido en cercanas y palpables.

El peso de la estructura social se ha dejado sentir a través de decretos ley de urgencia, estados de alarma y ruedas de prensa que hasta ahora sólo habíamos visto en películas americanas. Actuaciones con las que se nos ha hecho palpable el estado y nuestro sistema de juego, prohibiciones sobre prácticas hasta ahora normales, controles policiales para saber por qué estás en la calle e incluso se han atrevido con lo más sagrado, dejar todos los pasos de Semana Santa en casa. Ni en la guerra había pasado esto. La sociedad ha sacado a pasear sus estructuras sociales para defenderse de ella misma y nos las ha hecho visibles a todos. Lo podemos sentir nítidamente cuando volvemos de tirar la basura sin coartada o vamos de camino al supermercado, caminando como si hubiésemos cometido un crimen. Una estructura social que busca mantener al mismo grupo que la ha creado.

Y lo irónico de todo esto es que ha sido a través de meternos a todos en nuestras casas.

A los antropólogos nos parece un chiste de mal gusto. Tanto analizar fiestas, procesiones, tumultos y tribus exóticas con las que explicar las reglas que rigen nuestro comportamiento grupal y ahora, todo este maravilloso fenómeno social (siempre a ojos de un antropólogo, permítanme la banalidad) ocurre dejándonos a cada uno encerrado en su cubículo, cada uno en su casa.

Más allá de la ironía, sí que resulta muy interesante. Se está haciendo grupo de una manera poco conocida hasta ahora, estamos creando nuevas formas de interacción, empleamos otras herramientas de comunicación que, después de esto, ya sí se quedarán definitivamente entre nosotros e incluso nos servirá para revisar el concepto mismo del trabajo o conocer realmente la productividad y el sentido de nuestra jornada laboral, saber si estábamos realizando alguno de esos trabajos de mierda a los que hacía mención Graeber y que podrían ser prescindibles en algún porcentaje. También estamos recogiéndonos en nuestro espacio íntimo, cada uno a su manera, algo que es muy interesante como fenómeno antropológico, incluso se nos está diciendo qué debemos hacer allí dentro (tablas de deporte, vermut, lectura, aplausos, ocio online, etc.).

Y lo más importante, debe de estar creando estructuras que empezaremos a usar una vez vuelva la normalidad, sea esto último lo que cada uno entienda.

En definitiva, el coronavirus nos está planteando la necesidad de revisar cuáles son las estructuras que sostienen nuestra sociedad que cedemos y materializa el estado y recordándonos su importancia, de ahí la intención de los nuevos pactos de la Moncloa -de los que parece que cada uno tiene un significado propio-, la sacralización de la sanidad, la producción propia de materiales sanitarios o alimenticios, la labor del sector primario en general o la función del ejército y los cuerpos de seguridad, y ello habrá sido a través de esta crisis, con la que nos habremos dado cuenta del peso que esas estructuras tienen sobre nosotros, aunque muchas veces se nos hubiese olvidado. Unas estructuras latentes y dispuestas a emplearse.

Esperemos que también sea a través de esta crisis que nos demos cuenta de la responsabilidad que tenemos nosotros mismos hacia esas estructuras. Vigilándolas, depurándolas y manteniéndolas sanas para que, cuando se vuelvan a caer sobre nuestra cabeza, porque de vez en cuando como estamos viendo ahora, puede pasar, no nos aplasten contra el suelo.

* Profesor de Antropología Social de la Universidad de Córdoba