Alfonso Reyes era la roca en movimiento, una convicción de fuego vivo. Ahora, en mitad de esta crisis que no alcanza su cima y nos desmoraliza incluso a los que siempre salimos a ganar, muchos lo han recordado, o lo han vuelto a poner en la retina, porque ha vencido en la batalla del coronavirus del mismo modo que jugaba a baloncesto: plantando cara y sin miedo al adversario -enemigo si hablamos del corona-, a pecho descubierto, a vida o muerte. Porque Alfonso Reyes, que ahora se revela como narrador vía Twitter de su propio combate personal para sacar adelante no solo su vida, sino también el entusiasmo y la moral de quienes lo seguimos, entonces como ahora, solamente jugaba a vida o muerte. Era una época, entre finales de los ochenta y principios de los 90, para los aficionados españoles, un poco de ecuador desmerecido entre la gloria de la plata en Los Ángeles’84, con aquel triunvirato victorioso de Fernando Martín, Epi y Corbalán, y la explosión sideral de los juniors de oro en el 99, entre los que brillaba, como hoy, su hermano, el gran Felipe Reyes. Entre medias, especialmente pensando en la selección nacional, aquello fue un erial de grandes jugadores que no acababan de encontrar su sentido interior de pulso épico. De pronto Jordi Villacampa le plantaba cara a los míticos Lakers de Earvin Magic Johnson en el Open McDonald’s de París, en el 91, clavando cinco triples en la jeta de Byron Scott, pero luego llegaban los Juegos Olímpicos de Barcelona’92 y perdíamos con Angola. Y eso que teníamos, en aquel equipo, a los hermanos Jofresa, a Villacampa y hasta a Epi, con esa llama olímpica que luego se apagó.

Porque no teníamos a Ferrán Martínez ni a Antonio Martín, lesionados ambos. Dos tipos duros, pero con talento. Antonio, además, guardaba el genio de Fernando, esa tensión viva de ganar, de dejarse la piel, que frecuentemente se asocia con Fernando, pero que estaba en Antonio, el mejor 4 del Eurobasket de Italia. Faltaba nervio y sangre, faltaba el gladiador bajo los aros. Un gladiador no solo en plan rocoso, sino de ser el fuego de la zona, ese tipo bravo y corajudo en que todos confían, ese poste bajo fajador en la ambición dura del partido que se juega entre todos, que se gana entre todos o se pierde entre todos.

Entonces apareció el cordobés Alfonso Reyes y todo comenzó a cambiar. Con dos metros pelados podía plantarle cara a quien hiciera falta. A Sabonis. A Norris si hubiera regresado en un viaje en el tiempo. A Shaquille. A quien fuera. Tú veías a Alfonso Reyes saltar sobre la cancha y sabías que era un tipo que había transformado sus limitaciones en poderosas virtudes, cuyo gran mérito fue ser consciente de que todo era posible. Un tipo que convirtió a Málaga, con la ayuda de un grupo inigualable, en la capital moral del baloncesto español, cuando estuvieron a un triple de Mike Ansley de ganar la liga ACB al todopoderoso Barcelona. Un tipo que tampoco se arrugó contra Jordan en otro Open McDonald’s, porque en todas las pistas sólo existen dos tipos de personas: los que salen a ganar y los que van a por uvas. Y sólo recordamos a los primeros. Eso es lo que hacía Alfonso Reyes, que ganó una Copa del Rey en el Estudiantes cuando yo vivía justo al lado del Ramiro de Maeztu, en la Residencia de Estudiantes de Madrid. Fue una de las cimas de su carrera y fue hermoso vivirlo, fue hermoso sentir a una afición hija de la constancia y de la fe, de la humildad y la lucha, que han sido los valores principales de Alfonso Reyes como jugador y que muchos hemos recordado al verlo pelear contra la enfermedad.

Me gusta el lenguaje bélico de sus tuits porque está desprovisto de literatura y la analogía es perfecta: esto es una guerra librada de otro modo. Y como en Senderos de gloria, o como en algunos de los episodios narrados por Stefan Zweig -un autor muy del gusto de Alfonso, y también del mío- en Momentos estelares de la humanidad, no siempre hemos estado en manos de buenos generales. Aquí se nos ha mandado a batallar con una tropa valiente, con una gente heroica que aplaudimos cada tarde en los balcones, pero que han salido a pelear con las manos vacías por culpa de una incapacidad, una frivolidad, una indecencia, que en el momento adecuado habrá que valorar si incurre o si bordea la imprudencia homicida. Cuando Alfonso Reyes escribe un tuit, en cualquiera de las fases de su lucha, es casi lo mismo que cuando el balón llegaba hasta sus manos: algo va a ocurrir, algo hierve en el puesto más duro de la zona y de la vida.

* Escritor