En medio de esta hecatombe, cuando tanta gente se apaga a nuestro alrededor, cuando los cadáveres se agolpan en las pistas de patinaje, y las calles se vacían, y el miedo se propaga, y ni siquiera estamos seguros de que la muerte no haya comenzado a roernos por dentro ya las células, voy a escribir sobre ciencia y filosofía. Es mi manera excéntrica de abordar este asunto. La persona excéntrica no puede dejar de serlo nunca, ni cuando arrecia una pandemia.

He dedicado muchos años al estudio de la filosofía. No como profesional, pues nunca he ejercido la carrera que cursé hace más de tres décadas, pero sí como amateur. Supongo que nadie ajeno a esta disciplina podrá hacerse una idea cabal de los avatares que gran parte de ella ha sufrido en los últimos años. Tal vez en un intento de reivindicarse frente a la ciencia, muchos filósofos han puesto en cuestión la propia noción de verdad sobre la que aquella descansa, lo que ha dado pie a todo tipo de discursos tan vacíos como grandilocuentes. Para estos filósofos la verdad se ha vuelto una noción sospechosa; los hechos, construcciones arbitrarias para las que siempre caben alternativas (como señaló la consejera de Trump, K. Conway); la ciencia, una «narrativa» más; su método, una pantomima. La actividad de los científicos se equipara a la de poetas o chamanes; postular (como hacen físicos o biólogos) la existencia de un mundo exterior a nuestro lenguaje resulta algo ilusorio; todo se resuelve, al parecer, en un fluir de léxicos cambiantes manejados por fuerzas oscuras que, sin embargo, nadie acierta a identificar -o que cada filósofo identifica a su manera-. Cuando se escriben libros sobre qué se quiere decir cuando uno dice que esta silla está en esta habitación, es que algo no marcha bien. La verborrea escolasticista es un peligro que acecha siempre al filósofo, y al que muchos han sucumbido en estos tiempos. Quizás las fake news no sean sino un precipitado de todo esto.

Pero la verdad existe, la realidad existe, hay cosas (contradiciendo a Derrida) fuera del texto -y la ciencia está ahí para descubrir cómo funciona esa realidad, en un intento de aprovechar sus recursos y enfrentar sus amenazas-. He de decir que me avergüenzo de gran parte de la filosofía (no de toda, por fortuna); y, por lo tanto, de gran parte de lo que he sido, y de lo que soy. Hace algunos años tropecé con la ciencia, a la que abandoné cuando en plena adolescencia hube de tomar esa difícil decisión a la que todo bachiller se enfrenta, y que de un modo tan decisivo marca su porvenir: «¿ciencias o letras?». Escogí con aristocrático orgullo las humanidades, pues andaba entonces poseído por el demonio de la literatura, como luego lo estuve por el de la filosofía. La catástrofe que ahora nos cerca me hace dudar de lo acertado de aquella elección. Sin embargo, no quiero dejarme arrastrar por la furia del converso. Deseo ser justo.

En estas semanas terribles circulan todo tipo de frases inspiradoras en las que muchos hallan consuelo: «es hora de que valoremos lo que en verdad importa», «vivamos al día», «seamos solidarios»... Se nos insta, en este aislamiento forzoso, a abrazar la filosofía, a buscarnos a nosotros mismos, a reflexionar. Todo eso está muy bien. Sin embargo, sin la labor de esos biólogos, epidemiólogos o matemáticos que intentan descifrar el cambiante comportamiento del virus, la humanidad moriría: de nada servirían para evitarlo toda esas fórmulas confortantes. La ciencia es nuestro sistema inmunológico colectivo frente a los peligros del mundo exterior (que, como vemos ahora, existe realmente); la filosofía o la literatura generan balsámicas fórmulas de consuelo individual. Pues es cierto que necesitamos encontrar un sentido a todo esto: un consuelo. La ciencia, que busca la verdad, muestra que no hay sentido, es decir, que este mundo no está hecho para nosotros; que estamos en él, pero podríamos no haber estado. Ahora que esta pandemia nos ha puesto en cueros vivos frente a la existencia, necesitamos aliento más que nunca, pero no a costa de la verdad. ¿De qué sirven las fórmulas verbales procedentes de las humanidades si la propia humanidad desaparece? Es posible que muramos más confortados, pero creo que una opción preferible sería la de no morir.

No confundamos verdad y consuelo. Que los gestores de este último (filósofos, literatos) no pongan en solfa la búsqueda de la verdad por parte de los científicos. Cuando pase todo esto, ruego a los filósofos que dejen de hablar de la realidad o de la irrealidad de la silla, se sienten en ella, y se pongan a trabajar codo con codo (como hacen ya algunos) con quienes, a tientas, intentan explicar cómo funciona este mundo. La verdad no es ningún complot, ni una forma de autoengaño colectivo, ni el sucedáneo de ese Dios que, según Nietzsche, murió a manos de la Ilustración. La verdad no consuela; pero sin ella ni siquiera existiría la posibilidad del consuelo.

* Escritor