Las palabras al teléfono de un amigo del que solo conocía su voz, y su condición de invidente, me emocionaron. Perdió la vista en el noventa y dos y, desde entonces, su vida transcurre por la senda sin luz que un mal día se le apagó para siempre. «No te preocupes -decía ante mi compasión, al escucharlo-. No veo durante el día pero, cuando me duermo, no solo recobro la visión de las cosas, sino que mis sueños son, como las películas de antes: en tecnicolor. Y vuelvo a ver el azul del mar, y el verde claro de los árboles en la primavera o el verde seco del otoño, y veo el rutilar de las estrellas en el negro de la noche... Dime, Isabel, ¿cómo eres para que pueda soñarte?». No pude dormir. La confesión de mi amigo, aquellas reveladoras palabras me inspiraban tantas cosas... Hoy, al sentarme, casi madrugada ya, frente a mi inseparable amigo ordenador, con el propósito de escribir estas sencillas líneas, Ángel, mi amigo se ha transformado en gigante que no puedo apartar de mis pensamientos. Es por eso que a esta hora maga, mis reflexiones, nítidas e inspiradas en los más profundos sentires, transcurren, como siempre, en la línea de contrastar realidades. Hoy tememos más de lo necesario pero suspiramos con nuestros sentidos abiertos por estar un tiempo recluidos en casa donde lo tenemos todo. Ojos para ver el cielo, las estrellas, etc. Tenemos manos para hacer miles de cosas, tenemos pies para movernos, tenemos alimentos, comodidades, etc. Tenemos todo pero caminamos ciegos por la vida. No sabemos, no entendemos, no nos comprometemos, no vemos en definitiva el verdadero color de las cosas y en una terrible pandemia como la que sufrimos, nos quejamos y queremos buscar culpables, cuando los auténticos culpables somos nosotros mismos que hemos transformado nuestro mundo en un estercolero de injusticias. De ahí que nuestros sueños y nuestros días sean pesadillas negras, terroríficas... desesperadas.

*Maestra y escritora