En las revueltas de 2017 que se produjeron contra el presidente venezolano Nicolás Maduro triunfó un arma arrojadiza contra la policía antidisturbios, un nuevo cóctel molotov, llamado en honor a este puputov. Consistía en un bote de cristal lleno de heces humanas y de animales al que se añadía alguna etiqueta en el exterior emulando una dedicatoria, del tipo «con mucho cariño». Sus creadores decían no lograr el avance de la policía, pero la retrasaban. Estaban bien organizados. Los botes se portaban desde la parte de atrás de los manifestantes hacia delante, donde eran lanzados. El artefacto volaba para enmierdar -perdonen- todo lo que pudiera.

¿Qué sería de nosotros sin el acceso a las pantallas digitales? Habrá que aplaudir también a quienes han procurado que las conexiones a internet, televisiones y móviles no se hayan caído. Por una parte han supuesto una tremenda higiene mental y emocional para sentirnos cerca de otros en nuestra misma situación, nos han acercado a familias y amistades, han servido de oficina, de escuela, de gimnasio, de ambulatorio, de barra de bar y escenario. Nos han permitido el entretenimiento y sobrellevar los días de la mejor manera, haciendo caso al hacendoso Goethe que aconsejaba huir de la insensatez que supone pasar el tiempo de manera estéril.

Hace casi una década que las redes sociales irrumpieron en nuestras vidas como la lluvia fina. Calados hasta lo más hondo, dedicamos siempre una parte considerable del día para asomarnos a esa gran plaza pública, donde podemos mirar activamente o resguardarnos tras el clásico visillo que deja ver y no vernos. Valoramos de manera innegable su lado positivo porque ha permitido una nueva manera de contactar e intercambiar opiniones, incluso deseos. Todo lo nuevo surge con dos caras, como el dios Jano. Qué curioso, el dios de las puertas. Todo ese potencial de comunicación puede servir para lo mejor y para lo peor.

He sido muy tolerante, me educaron en ello, y en redes sociales albergo gente muy variopinta, quienes en realidad no tienen casi nada en común, por eso mantengo un espectro de ideologías con una única norma básica: el respeto. Y así funcionábamos. Comenzó este desastre y poco a poco algún personal se fue creciendo y aumentaba de forma paulatina el tono de su palabrería. Lo curioso, sin lugar a dudas, ha radicado en que muchas veces se mostraban infundadas, basadas en el correveidile, en unas cadenas de insulto y menosprecio orquestadas, sin tamiz crítico. Ira desmedida en estado puro. El Eclesiastés contiene un versículo ad hoc: «alberga la ira en el seno de los necios», lo que demuestra poca novedad en el asunto y sí su longevidad. En resumen, que por higiene mental he alejado y/o eliminado aquellos que no hacían más que lanzar excrementos digitales y me he quedado muy a gusto. Enciendo una pantalla y me animo mejorado: la información y las noticias, gotas de humor, un aliento, una imagen, otro poco de paz o un abrazo virtual. Cuídense.

* Profesor