El covid-19 es un virus para el que aún no hay tratamiento específico ni vacuna. Aislado, su aspecto asemeja una mina marina. Lo más terrible, no obstante, es que va con nosotros, usa nuestro cuerpo; en cierto modo, somos nosotros. Es un invisible que ha hecho visible muchas lacras de nuestra sociedad y de nuestro mismo ser. Fíjense cómo descubre las clases sociales. Porque aunque no hace distingo de clase, no todos tienen los mismos medios para defenderse de la enfermad, ni para cumplir con el confinamiento obligado. Esto no se puede negar. Escojo dos ejemplos. El otro día un amigo me llamó desde su mansión encima del valle. «La vista es magnífica --me dijo-- aire puro, césped, una piscina para darte un chapuzón y ahora voy a tomarme un aperitivo con champán francés». Recordé cómo una vez escuché a unos niños decir en la posguerra: «Vamos a asomarnos a las tapias y ver qué comen los ricos». Esos niños son los abuelos de niños de hoy, confinados con la familia en viviendas sin más vista que otros edificios semejantes al suyo desde donde no alcanzan a ver qué comen los ricos, sino la puntual solidaridad de los vecinos con los que exponen sus vidas para salvar a los infectados. O la imagen de esa asistenta doméstica que pasa protegida con mascarilla e impoluto delantal blanco para acercarse al contenedor y depositar la basura. Sé que lleva la mascarilla dentro de la casa donde trabaja, no porque los dueños estén contaminados, sino para que ella no los contamine. Cada uno puede sacar las conclusiones y añadir ejemplos. He escrito al principio que el aspecto del virus se parece a una mina marina. Y la analogía me lleva metafóricamente al Titanic y a un hecho que se produjo cuando el buque chocó con el iceberg. Según testigos sobrevivientes, los ricos viajaban en los pisos superiores y no sentían la urgencia de usar los botes salvavidas y se regaban con champán en los lujosos salones, pero los emigrantes pobres, que ocupaban los camarotes de abajo y las bodegas, estaban siendo inundados por la vía de agua, sabían la gravedad de la situación y, cuando algunos alcanzaron la cubierta del transatlántico, los oficiales armados no les dejaron abandonar el barco. Tremenda paradoja. Todos estamos en el mismo barco, ¿verdad?, o eso dicen, pero no llevamos el mismo billete. Hay que cambiar los fundamento de la sociedad de tal modo que, si hoy se trata de que «nadie se quede atrás» en esta lucha por la vida, mañana debería ser que nadie salga con ventaja. De no ser así, marcharemos al próximo matadero mientras suena el violín.

* Comentarista político