Soldados se aprestan para la batalla ante un enemigo invisible. M. está en su casa, tomando un café antes de salir para el hospital. Es joven. Hace unos días ha pedido el alta voluntaria de una lesión y ha decidido incorporarse a este ejército en el que los médicos no están en la retaguardia, esperando a los heridos, sino en la primera línea de fuego. El escenario que encuentra esta cordobesa en un hospital de Madrid, con los pasillos cargados de gente asustada y doliente, es el de una película incomprensible, un mundo de pesadilla que, según «la curva», no ha alcanzado su máximo.

J. también se prepara. Es enfermera y lleva un par de días viendo vídeos, formándose para el trabajo de la UCI de coronavirus al que va a incorporarse, reciclando otras experiencias distintas en cuidados intensivos. No es tan joven como M., pero su edad es de plenitud y experiencia. Tiene hijos, un esposo enamorado. Tienen suerte los enfermos, pues ella piensa que no sirve de nada decaerse o deprimirse, porque eso solo desanima a los demás, así que acudirá a su trabajo con ganas: «Esto tiene que pasar».

Los que las conocemos, los que las queremos -como a N., otro facultativo que se recupera en su casa del contagio-, sabemos que es su trabajo, pero sentimos preocupación y cruzamos los dedos para que encuentren, al llegar, no solo el apoyo de unos equipos que a buen seguro serán sólidos y solidarios, sino la comprensión de los enfermos y, especialmente, medios para protegerse. Todavía, ¡todavía! nos llegan al periódico una y otra vez las quejas del personal sanitario que se siente desvalido, igual que las del personal de servicios a la dependencia y otras actividades. Siguen faltando mascarillas y medios de protección. ¡Basta ya! Resuélvase.

Hablo con otra M. Ella trabaja desde casa mientras brega con sus hijos. Por la noche, su marido llega rodeado de mil precauciones -los niños lo observan inquietos-, directo a un cuarto de baño en el que se quitará toda la ropa para ducharse y que sea lavada y desinfectada, y el propio baño será luego saneado con lejía. Son nuestro ejército sanitario. No están en la trinchera, como casi todos nosotros, sino en la primera línea de fuego, muchas veces sin armas para defenderse.