Hay días que cuesta mucho trabajo ponerse a escribir. Algunos piensan que para los que vivimos o hemos vivido del manejo de las palabras esto de enjaretar frase tras frase es coser y cantar, pero están muy equivocados. Por lo general, si eres periodista o escritor, pero sobre todo periodista, porque tratamos de nutrirnos con verdades y esquivar las mentiras que puedan colarte, y además siempre nos sabemos juzgados, si eres periodista, digo, raro es que no le tengas un enorme respeto a la página en blanco, incluso si perteneces al género de los incontinentes, o eres de alta velocidad. Nunca ha sido mi caso, aunque durante casi cuatro décadas fue mi oficio y traté de hacerlo lo mejor que pude. Soy de los que sufren escribiendo, sobre todo cuando no se trata de trasladar al lector los hechos y pensamientos de otros sino los propios, que es a fin de cuentas en lo que consiste poner tu firma en una página de opinión como esta. En eso y en encontrar un tema que abordar saliendo más o menos ileso del envite, es decir, quedándote tú tranquilo de que has dicho lo que te pedía el cuerpo pero sin herir a nadie ni que nadie se sienta aludido para mal, algo muy frecuente en una sociedad cerrada y tiquismiquis como la cordobesa.

Vaya esta confesión seguida de otra: por si tenía pocos motivos de preocupación en unos momentos en que el mundo se hunde bajo nuestros pies, llevo un par de días con el estómago encogido dándole vueltas a cómo rellenar esta columna. Hablar de algo ajeno al coronavirus parece una frivolidad, y hacerlo es una reiteración en la que no caben originalidades posibles. Por lo menos en mi caso, que estoy pasando sola en casa el confinamiento y bastante tengo con sobreponerme al pánico ante lo que me llega a través de los medios y las redes; estas últimas un poco menos ahora, que intento no vivir esclava de su lectura, porque no solo me sobrecoge el alma y me puede conducir a engaños sino que me hace perder prácticamente todo el día enganchada al aparato. Encima temiendo que el sistema se colapse con tantos vídeos y mensajes verborreicos y nos quedemos más aislados todavía. Tampoco me parece oportuno, ya metida en lo confesional -en los peores trances el ser humano tiende a quitarse caretas- convertir el artículo en un semanario del coronavirus. Para eso ya está el diario de María Olmo en este periódico, que es con mucha diferencia uno de los mejores textos que pueden leerse estos días en la prensa.

Pero, antes de que el espacio se me acabe sin haber dicho nada de provecho, permítanme un último desahogo. Quisiera tener un recuerdo para Pedro Pablo Herrera, el profesor jubilado y compañero en la Academia que se fue hace unos días, a los 79 años, víctima de la pandemia. Vaya por delante que me da vergüenza destacar solo a uno de los siete fallecidos que ya van en Córdoba cuando pergeño estas líneas, porque no hay muertes anónimas, todas causan desgarro y dejan un agujero sin fondo en el corazón de muchas personas. Pero a Pedro Pablo, vicesecretario de la institución cultural, investigador de las hermandades y cofrade entregado, lo conocía bien y a los otros fallecidos no; sabía de su bondad y su delicadeza, parco en palabras y generoso en amistad. Descanse en paz. Y ustedes, por favor, cuídense mucho y no salgan de casa.

* Periodista