Si esta pandemia se parece a una guerra es precisamente por la infinidad de historias paralelas que surgen de la tragedia común. Y en ellas cabe todo el espectro de los ánimos. No se le ha dado mucho pábulo a una con carácter altisonante. La semana pasada, la policía barcelonesa abortó en una vivienda la celebración de una orgía. Así, con todas sus letras. El RD 463/2020, en su mandato prohibitivo, no especifica el carácter de las quedadas. Pero una bacanal es toda una declaración de intenciones de esta nueva reconciliación con las postrimerías.

Juntar la muerte con el orgasmo múltiple siempre se ha entendido como una amortización de lo irremediable. Es la recuperación de los terribles lienzos de Brueghel, con una parca desencadenada mandando a sus cadavéricos ejércitos para que la vida claudique. Es el esquinado bastión de los amantes, sosteniendo la última plaza del carpe diem, o la corresponsalía quevediana del polvo enamorado. Lo astracánico no fue que los moços pillasen en pelota picada a estos émulos de la Gauche Divine, sino que practicasen el nihilismo de la resignación. Vale: la lujuria puede ser una buena cataplasma para el canguelo, y el miedo es un patrimonio universal. Pero conferenciar con Numancia a base de gintonics, o jugar al teto de manera exponencial es totalmente reprochable, no por compensar con moralina salvoconductos celestiales, sino porque otras señoras y señores, en pelota picada de mascarillas, se están partiendo la cara para alcanzar lo remediable.

Con todo el respeto hacia las víctimas, este es un fin del mundo menor, asentado en una telemática soberbia, la que hace sestear la contundencia de las pandemias por acomodarlas en la realidad virtual. Nos hemos ahogado en un diluvio de incredulidad y tildado, por el efecto engañoso de la gripe de los pollos, a los avisadores como aves de mal agüero. Con tanto cambio de sistema educativo, hemos vuelto a la escuela del tío Porritas, a la letra con sangre entra. Así aprendimos hace no tanto a pontificar sobre la prima de riesgo, como quien recita con un mantecado en la boca. Y ahora nos encomendamos a una curva logarítmica, tal que el fervoroso deseo de aplanar las cuentas de un rosario. ¿Constricciones? Para después, pero las que quieran. Porque aquí falta consolidar una auténtica cultura preventiva. Hasta hace dos semanas, protegerse con una P2 requería superar el pudor de salir de máscara. Y para la inmensa mayoría de los españoles, un epi se asociaba en primer término con la rana Gustavo. Los asiáticos nos han abofeteado con el cuento de la cigarra y la hormiga. Y ese otro heroísmo de las costureras es otra variante de la guerrilla, del ¡ay, Carmela! o del afán de sentirnos fuertes en la adversidad.

Dejen las orgías para los días en los que consigamos doblegar al jodido bicho, con la felicidad de las pastorales que pintó Picasso. El colmo de este país irredento hubiera sido que estos despelotados hubiesen intentado practicar sus guarreridas españolas con mascarilla.

* Abogado