El encierro es un pulso con tu verdad interior. No queda otra: todas las paredes son de espejo, te miras y te encuentras con la lenta pulsión que late dentro. El encierro es la última verdad, y también la primera: un cerco interior, un sol de plomo. Un autorretrato que no acepta el Photoshop. Eso es el encierro. Preguntado estos días de cuarentena por el coronavirus acerca de la actitud de un escritor ante el encierro, dando por hecho que es una situación que quizá nos resulte natural, yo puedo hablar por mí: porque en la escritura, como en todo -y eso sin detenernos en sus géneros, que cada uno da para una naturaleza, con singularidades aledañas-, cada hombre y cada mujer somos un mundo. Es verdad que pueden establecerse ciertos paralelismos o patrones, ciertas coincidencias sobre el fondo, que al final es el mismo. Pero cómo maneje cada uno su relación con todo lo que lleva dentro, su equipaje de mano para los días de viaje, cómo pueda ir cargando cada uno con su álbum de familia, con sus matrimonios y con sus divorcios, con sus decepciones, con sus amoríos pasados o presentes, con sus alianzas y condenas -al decir del gran Claudio Rodríguez-, que es como apuntar a sus frustraciones y sus sueños, con el polvo en las alas que reclamaba Hemingway para el vuelo feliz de Scott Fitzgerald cada vez que tenía que escribir, todo ese amasijo que volcamos sobre una pantalla para una novela, un relato, en un poema o en un artículo como el que ahora estoy escribiendo, tiene que ver también con el espacio, con la disposición del escenario, la visión y la temperatura de la realidad.

Existe una mitificación de la escritura que nos lleva a un conflicto con lo que yo suelo llamar vida civil: que el escritor es un hombre que ha vivido mucho y por eso lo cuenta. Es decir: el escritor es un hombre que está en el borde afilado de la experiencia dura y personal, plena o cortante, que está siempre en la calle, en la frontera, en el límite del bien y el límite del mal. Todo esto es verdad; pero sólo lo es en parte. El escritor, y esto es algo que a las almas egoístas o eternamente adolescentes les suele costar mucho comprender, es básicamente un hombre o una mujer que está encerrado en su casa para poder escribir. A todo el mundo le gusta acompañarlo para una presentación con alharacas o para recoger un premio en el Palace o el Ritz, pero la realidad es que esos momentos no es que sean muy pocos -porque pueden ser muchos-, sino que no representan el hecho de escribir. Es como calibrar el trabajo de un abogado por el momento en el que gana un juicio importante, en lugar de pensar en la cantidad de horas, días y hasta meses de análisis y estudio, con dedicación y rigor absolutos -si es un abogado serio y responsable, claro, no un tarambaina-, o valorar el trabajo de un cirujano únicamente por el momento cénit de un trasplante de vanguardia, en lugar de por la cantidad de vida que ha invertido en sí mismo, en su capacidad y destreza, para que en ese instante pueda conquistar la plenitud que es salvar la vida de cualquiera. Pues para un escritor es lo mismo: por mucho que alardeemos de festivales por aquí y por allá, de fiestas y de viajes, la triste realidad es que lo nuestro es una actividad de mucha silla, de echar horas y culo, aunque tengas una capacidad de atleta para la columna y la novela, aunque escribas hasta bajo los puentes.

O sea: como explicó lúcidamente Antonio Gala, en la cúspide de su gloria, un oficio molesto y modesto. Porque la vida sigue fuera, pero el escritor se queda dentro. Y claro que echamos codos. Y doblamos la espalda. Si me paro a pensarlo, desde que dejé el baloncesto -o el baloncesto me dejó a mí- hasta mis deportes son solitarios: nadar, correr, levantar pesas. En mi novela Los nadadores se ve. No sé, creo que caminamos hacia una gozosa soledad. También la lectura lo es: no es como una serie, que puedes compartirla y convertirla en acto de reserva social. Por eso tenía tanta razón Gala: para la gente que no ame de verdad la escritura -y a los escritores- el encierro resulta insoportable, porque implica mucha generosidad. Porque para escribir, leer, nadar o correr son necesarias otras fortalezas del espíritu, otra reserva de interioridad, otras honduras que nada tienen que ver, en realidad, con los pavos reales del amateurismo. El encierro es un drama si eres una cacatúa que no sabe estar sola, pero puede convertirse en la ocasión para encontrarte a ti mismo, suponiendo que haya algo que encontrar. Así que ánimo.

* Escritor