Como el niño que atraviesa el pasillo a oscuras, soñando con una luz que le dé refugio al fondo. Así andamos juntos en esta crisis, con la misma ternura y el mismo miedo. Un virus que dio para chistes en el desayuno y que ahora nos lanza, en el mejor de los casos, al hogar. Encerrados en casa y en nosotros mismos. Sólo llevamos una semana. Lo justo para saber que los días son largos, los niños, infatigables, el amor, zigzagueante y el futuro, incierto. Aún no he llorado, pero lloraré como lloran los adultos, de súbito y con estruendo. El nudo es intragable. Por la fragilidad de lo nuestro, de estas vidas arrastradas de hace apenas un par de semanas, tan vulgares y felices, tan de quejita diaria, convertidas en el paraíso al que volver tras este forzado exilio. Echo de menos las cervezas de compromiso, la luz pobre de mi oficina, las viejas por mitad del carril bici, las tostadas chiclosas del bar de abajo, esquivar las mierdas de los perros, los empates del Córdoba, la alarma pospuesta, el Sálvame Limón, esa guillotina que son los domingos por la tarde. Queremos volver a aquella salvaje mundanalidad porque ya todo es mejor que este futuro de niebla, las cifras de muertos, los ERTE, estos abriles cercenados.

Confío en el ser humano pero a ratitos. Llamo a mi madre por Whatsapp, le enseño a sus nietos, que le mandan besos y a veces cantan o gruñen, o huyen por el pasillo, se persiguen en su tormenta de risas, en su suerte caótica. Dulcemente ajenos a este encierro. Pienso en mis padres, pienso en tus padres. Pienso en el egoísmo de muchos otros, que no es instinto de supervivencia, sino un burdo y descontrolado terror, pura arrogancia. Ese individualismo fiero, de malas miradas en el súper, de reírse de todo menos de uno mismo. El yoísmo de siempre, que ahora, como en la casa de Gran Hermano, se magnifica. No hay rollos de papel higiénico en el mundo que puedan tapar esa indecencia. Hago las paces con el mundo dando los buenos días desde el balcón a los vecinos.

Mi padre traía a casa este diario cada mañana junto a la telera. Yo le pegaba un pellizco al pan y luego leía deportes, y a veces cultura, y otras me deslizaba entre las páginas de opinión para saber qué pensaban los demás. Para mirar a través de la cerradura de otras vidas. Frente al teclado pienso en esta oportunidad. Estar aquí, protagonizando este trozo de papel, confinadamente vuestro. Qué contar más allá de esta cárcel doméstica, de esta pegajosa tristeza. Quizá la semana próxima retorne a este espacio con más alegría, con algún chiste subterráneo, con algo de luz entre este puñado de letras. Hoy solo dejo aquí una pálida esperanza. Verde y clara. Mis hijos duermen. Tal vez los tuyos, rendidos por el juego. Mi padre da las buenas noches en el grupo de whatsapp de la familia. Deja un «os quiero» que, como el virus, se pega en la piel y se nos cuela dentro. Y lejos de enfermar, nos hace más fuertes. «Algún día escribirás aquí», me dijo hace años, señalando un periódico como este. Lo miré como se mira a un padre, con condescendencia, con un amor injusto y endeble. Pero aquí estamos, encontrándonos en esta página, a kilómetros, con las puertas de casa cerradas, compartiendo esperanza y requiebro. Repararemos lo que se rompió estando roto. Volveremos a nuestras vidas y será radiante y ridículo como el primer beso adolescente.

* Escritor