Las dramáticas circunstancias que vivimos a causa de la actual pandemia dejan en segundo plano cualquier otra cosa. Combatir y vencer al terrible virus debe ser nuestro prioritario objetivo y es nuestro deber ponernos a disposición de lo que establezcan nuestros gobernantes a nivel nacional, autonómico o local y aparcar cualquier discrepancia.

Coincidiendo con la expansión de esta pandemia, ha estallado un escándalo que afecta directamente a la más alta magistratura del Estado y que ha obligado a la Casa del Rey Felipe VI a manifestar la renuncia (¿?) del Monarca a asumir una herencia familiar depositada en cuentas extranjeras y en paraísos fiscales. Las contundentes pruebas presentadas por solventes medios de comunicación internacionales y españoles -que no una necesaria investigación judicial y parlamentaria- han acabado de poner en evidencia operaciones, cuanto menos indignas e inmorales, del hoy llamado Rey Emérito, cuyo prestigio, ya bastante decaído tras los sucesos que provocaron su abdicación, se ha hundido estrepitosamente. Tiempo habrá de sacar conclusiones de este escándalo, Pero no creo equivocarme mucho al pensar que la estabilidad de la Corona está en entredicho y que si la propia institución no aclara las muchas dudas que se ciernen sobre ella no tardará en llegar el fin de la Monarquía parlamentaria consagrada en nuestra Constitución.

Si miramos atentamente la trayectoria de los Borbones desde la muerte de Carlos III (1788) hasta nuestros días, observamos dos hechos incuestionables. A partir de esa fecha ningún miembro de esta familia ha accedido o ha perdido el Trono de manera normal, que en el primer caso se produce con la muerte o abdicación del predecesor y en el segundo por los mismos hechos ocurridos en su persona. Basta con leer cualquier manual de Historia para comprobar cómo fue el principio y el final del reinado de todos nuestros reyes desde Carlos IV (1788-1808) hasta Juan Carlos I (1975-2014).

Pero hay algo más en esta especie de maldición de nuestros Borbones. Desde Carlos III nunca han reinado consecutivamente más de dos monarcas: Carlos IV sucedió a su padre pero perdió el Trono tras el Motín de Aranjuez (marzo de 1898), cosa que ratificó ante Napoleón en los lamentables sucesos de Bayona a las pocas semanas. Isabel II reinó desde 1833 al morir Fernando VII -aunque con la primera Guerra Carlista por medio- pero fue expulsada de España a raíz del triunfo de la Revolución Gloriosa de 1868. Su hijo Alfonso XII, que asumió la Corona desde 1875, aupado por un golpe de Estado, la entregó en 1885 a su hijo Alfonso XIII que aún no había nacido. Y éste, tras ser incapaz de encauzar el régimen político de la Restauración y ponerse en manos del dictador Miguel Primo de Rivera, se marchó de España el 14 de abril de 1931 al proclamarse pacíficamente la Segunda República. Su hijo, el conde de Barcelona, nunca llegó a reinar pero sí su nieto Juan Carlos I impuesto por otro dictador.

¿Le espera a Felipe VI cumplir esa doble maldición de los Borbones? Llegó al Trono de forma regular -dentro de lo «regular» que fue la abdicación de su padre tras el bochorno de la cacería de Bostwana-. Pero, ¿dejará de reinar de manera normal, o sea con su fallecimiento o abdicación? O, por el contrario, ¿le ocurrirá lo mismo que a sus antepasados Carlos IV, Isabel II o Alfonso XIII que perdieron la Corona que recibieron? En la Historia no existen leyes inmutables y esas constantes no tienen por qué reproducirse. Pero si Felipe VI no se desmarca más allá de la declaración de su Casa Real y el coro de cortesanos aduladores sigue apoyando a la Corona como si nada hubiera ocurrido, mucho me temo que la maldición de los Borbones acabará siendo realidad. Y todo ello mientras el país sufre enclaustrado una espantosa pandemia y siente avecinarse una crisis económica y social de gran envergadura que requerirá de la estabilidad de las instituciones.

Desde mis convicciones republicanas hago una humilde sugerencia a Su Majestad: Dicen que la fortuna amasada por su padre de forma poco ética llega a los 2.000 millones de euros. Por la continuidad de la Corona y por el bien de España debería exigirle, igual que a su augusta familia, que ese dinero, acumulado en cuentas opacas y paraísos fiscales, se reintegre a nuestras arcas. ¡Cuántas cosas podrían hacerse con este dinero para combatir la pandemia y aliviar la recesión que nos espera!

El abuelo del rey Felipe, Juan de Borbón, dijo al renunciar a sus derechos sucesorios ante toda su familia y las cámaras de televisión como testigo: «Majestad. Por España. Todo por España. Viva España y viva el Rey». Si el «todo por España» fue una falacia y una frase hueca, lo mismo que las continuas alusiones al patriotismo del Rey Emérito, Felipe VI podría hacer realidad que su vida esté consagrada de verdad y no de boquilla a España no como un concepto etéreo sino como la suma de todos los españoles. Si no lo hicieron sus antecesores, hágalo Su Majestad. En el tardío mensaje del 18 de marzo perdió una ocasión. Pero aún hay tiempo para que a la doble crisis sanitaria y económico-social no se le una otra institucional que pone en riesgo uno de los cimientos de nuestro ordenamiento constitucional.

* Historiador