Mi madre, al tener un padre médico y ateo, solo creía en la ciencia. A pesar de eso, cuando alguien aquejado de un resfriado se disculpaba por no darle los dos besos de rigor alegando que no quería contagiarla, exclamaba: «¡Yo no creo en el contagio! Y menos aun por darle a alguien un beso en la mejilla». E inmediatamente apuntaba a la persona en cuestión en la lista (larga, no quiero ni pensar cómo sería ahora) de los cursis, los remilgados y los bobos.

Hay que tener en cuenta que mi madre (nacida en el 36) era de una generación que las había visto de todos los colores y que en cierto modo consideraba que la enfermedad era una debilidad (casi un capricho) y la fortaleza y el carácter lo único importante. Mis hijos, en cambio, ven la lejanísima posibilidad de un contagio y/o una cuarentena a causa del coronavirus como una aventura. El pequeño porque así no tendría que ir al colegio, el mayor porque es algo tribal y misántropo y la idea de no tener que pisar la calle durante cuarenta días no le incomoda en absoluto.

Tal vez yo sea un poco insensata pero a pesar de las muertes que ya ha causado (al parecer, según los expertos, menos de las que provoca una gripe normal y corriente) y que obviamente lamento muchísimo, en este momento siento más curiosidad que preocupación. Al margen de la gravedad del caso, el coronavirus resulta interesante como fenómeno realmente global y sin fronteras, unificador por decirlo de algún modo. En esta época de juicios inapelables, de víctimas y verdugos iracundos, de mentiras y de sentencias, cualquier cosa (incluso una enfermedad) que nos recuerde de vez en cuando que todos somos uno y lo mismo, me parece aleccionadora.

Uno de mis libros favoritos de la infancia se llamaba Una feliz catástrofe. Contaba la historia de una convencional familia de ratones, el padre oficinista, la madre ama de casa y cuatro o cinco hijos cuyo piso un día sufría una inundación obligándoles a trasladarse a la destartalada buhardilla del ático después de haberlo perdido todo.

Allí descubrían un mundo nuevo y se asignaban nuevos roles: la madre se convertía en una intrépida aventurera mientras el soso y aburrido marido descubría las alegrías de la cocina y los ratoncitos inventaban juegos fabulosos.

Yo, como todos los niños, soñaba con que una feliz catástrofe viniese a desbaratarlo todo, nos obligase a ir a vivir a una buhardilla llena de tesoros y a dormir todos juntos en una gran cama cubierta con mantas de colores. Tanto mi madre como mis hijos se enfrentaron y se enfrentan al mundo sin temor. A pesar de todo, considero que es una suerte.

* Escritora