Llevo años escribiendo necrológicas. Es el precio de la vida, por más que resulte dramático ver cómo poco a poco se va despoblando nuestro personal paisaje humano, reduciéndose el número de familiares y de amigos, estrechándose el margen. Esto lo percibimos muy bien quienes salimos del pueblo hace ya muchas décadas: un día, al volver allí, te das cuenta con espanto de que conoces más gente dentro del cementerio que fuera. Alguien muy cercano me comentó una vez que la impresión debe ser parecida a la que pudieron sentir los soldados de los ejércitos modernos, cuando al avanzar estúpidamente en formación frente al enemigo veían caer uno tras otro a los de su misma fila mientras las balas silbaban alrededor, amenazadoras, y por alguna razón (¿tal vez el destino?) la muerte los respetaba. La muerte..., ese schok de consecuencias terribles, ruptura a veces liberadora, de la que el fallecido es primer actor pero sólo pasivo, como lo fue en su nacimiento; porque la muerte no existe, sólo existe el muerto, como dejó dicho Francisco Umbral en su estremecedor Mortal y rosa.

En nuestro breve discurrir por el mundo todos vivimos varios momentos de especial protagonismo, por regla general asociados a eso que los antropólogos denominan ritos de tránsito: el bautizo o ceremonia equivalente de aceptación por parte de la comunidad, el paso a la edad adulta, el matrimonio, el nacimiento de los hijos, o el propio fin, que venciendo reparos sin parangón en las culturas antiguas planificamos en muchos casos -cuando el pánico que nos provoca lo permite- hasta donde ello es posible; pues no deja de ser un imponderable que nadie puede prever, salvo en el caso de la eutanasia o el suicidio. En el fondo somos muy conscientes de lo fugaz que resulta nuestro andar por la tierra, y también del carácter perecedero que rodea a la naturaleza humana; quizás por eso aspiramos a vivir eternamente, aunque sea en espíritu, y no escatimamos medios para conseguirlo. La eternidad, un concepto cuya finitud conocemos, pero que utilizamos de manera convencional como cortina de humo con la que camuflar nuestro miedo a la desaparición absoluta, a desintegrarnos por completo sin que quede de nosotros más huella que el recuerdo de aquéllos que pronto olvidarán que alguna vez existimos. Y el olvido no es sino una segunda muerte; la peor de todas.

Retomo estas reflexiones conmocionado aún por la pérdida de mi viejo profesor Enrique Aguilar Gavilán, un hombre bueno que hizo de la Universidad su vida, se mantuvo siempre fiel a sus principios y su pura esencia cordobesa, demostró su valentía hasta el último minuto, e hizo de sí mismo un modelo a seguir. Desde que murió se han escrito muchos panegíricos sobre su figura; se ha recordado su curriculum hasta la saciedad; se ha exaltado su carácter universitario y el sentido del compromiso con su tiempo y su entorno que le llevaron a ser admirado y querido. No pretendo, pues, insistir sobre ello. Mi intención únicamente es recordar al docente que un día, hace ya muchos años, consiguió transmitirme su pasión por la historia, al compañero y maestro generoso y capaz, activo y solvente incluso a pesar de la enfermedad, al amigo que me regaló sin excepción con su respeto, su reconocimiento y su lealtad, tan raros en ámbito universitario. El profesor Aguilar formó parte de la generación de oro de la facultad de Filosofía y Letras; fue uno más de esos referentes que, con su ejemplo, supieron guiarnos por el camino de la investigación, la docencia y el duro día a día; estuvo a la altura en momentos en los que cualquier otro se habría derrumbado. Sirvan por consiguiente mis palabras como humilde homenaje personal a su vida y a su obra, pero también, y sobre todo, a su particular bonhomía, incluso a su cordobesismo, quizá el rasgo más destacado y conscientemente pronunciado de su carácter. Y, como no podría ser de otra manera, quiero hacerlo extensivo a su familia, que él adoraba, por haberse dejado el alma a pedazos estos últimos años sacrificando carreras, juventud y existencias. No han sido ni serán los únicos, pero destacar su generosidad y su entrega sin límites no es sino hacer honor a la verdad y poner las cosas en su sitio, porque la vida de Enrique no habría sido la misma si no hubiera tenido hasta el final a su lado, como una piña, a su mujer, sus hijas, sus yernos, sus nietos y sus amigos (también, a un equipo médico excepcional y a la Asociación cordobesa contra la ELA).

A nosotros, hoy, nos consuela saber que tuvimos al menos el privilegio de haberlo conocido; que cuando, como él, también muramos, su ejemplo seguirá intacto. «Quien no está a todas horas sobreviviendo no está en realidad vivo, lo humano es sobrevivir en la conciencia de la muerte, el resto sólo existe». Son palabras, profundas y sabias, del gran José Luis Sampedro en La vieja sirena. Queden como epitafio.

* Catedrático de Arqueología de la UCO