William Faulkner, posiblemente el novelista que ha influido más en los prosistas occidentales del siglo XX, recibió el Nobel en 1949. Entonces, pronunció en Estocolmo un discurso, escueto y denso, asegurando que la humanidad prevalecerá si no olvida «las antiguas verdades del corazón y vuelve a escribir sobre el amor, en lugar de hacerlo sobre la sensualidad, sustituyendo el corazón por las glándulas» Si viviese el autor norteamericano, insistiría en sus ideas al ver las continuas derrotas sentimentales filmadas por Woody Allen, o al verificar que han desparecido del horizonte cultural las teorías sobre el amor, las cuales proliferaron desde que Platón consideró al sentimiento afectivo un deseo de engendrar en la belleza, hasta que Simone de Beauvoir difundió que el amor conyugal era el producto de un conformismo burgués en las sociedades regidas por varones.

Hoy, en la octava de san Valentín, el bienaventurado más querido por las grandes superficies comerciales, vamos a detenernos brevemente en las teorías sobre el amor que transcurrieron en la España del siglo pasado, sostenidas por el filósofo Ortega y Gasset, el médico Gregorio Marañón y el poeta Pedro Salinas.

Ortega, en varios ensayos de prosa lujosa, rebatió a Sthendal, para quien el amor no pasaba de ser una cristalización, como la que había visto en las minas de Salzburgo, en la que las virtudes atribuidas a la persona amada no estaban en ella, sino en la mente del amante. Tal le había sucedido a don Quijote con Dulcinea, obnubilado por los libros de caballería, y a Sthendal por sus fracasos amorosos. Ortega, además de refutar al autor de Rojo y Negro, estableció su propia teoría. Piensa que el amor está enraizado en la razón vital, manifestándose como un fenómeno de la atención, tan profunda hacia la persona querida que, en los casos de mayor intensidad, puede apartar al amante de sus menesteres ordinarios, llegando a creerse transformado en el objeto de su sentir. Por eso, en La Celestina, Calixto se transfigura al confesar: «Sí, Melibeo só pues a Melibea adoro y en Melibea creo y a Melibea amo».

Marañón, orillando el amor alegórico de Dante por Beatriz, «ángel jovencísimo en el que tiemblan violetas virginales» y la dualidad: amor sagrado y amor profano a la que dedicó un libro el Arcipreste de Hita, escandalizó a una sociedad hipócrita, reflexionando sobre la vida sexual, para llegar a la exacta conclusión de que «el amor se vale del instinto sexual como del viento el bergantín». Así, en cierto modo, sobrepasaba el lirismo de los trovadores y las fiebres románticas.

Para el poeta Pedro Salinas, en La voz a ti debida, poemario tenido por el profesor Manuel Alvar como la cumbre de la poesía amorosa española, la cual permanecía anclada en los dulces trastornos de Becquer, el amor es la contestación afirmativa a la pregunta; «y, dime, te acompaña este inmenso querer estar contigo». Pensamiento alineado con el místico san Juan de la Cruz para quien la dolencia de amor solo se cura con la presencia y la figura.

Ahora, en desuso las clásicas teorías que buscaban el consistir del amor, el sentimiento ha pasado de la cultura a la biología y se considera el enamoramiento -antiguo flechazo de Cupido-. la consecuencia de un fluido tan invisible como la gravedad, el magnetismo o la electricidad, que se manifiesta azarosamente cuando coinciden ciertas afinidades biofísicas.

* Escritor