Amaba tanto la vida que, a pesar de ver con plena lucidez cómo se le escapaba un poco más cada día, se propuso disfrutarla hasta el último aliento. Y así lo hizo. En los cinco años que ha durado la pesadilla, la ELA, esa enfermedad canalla que va petrificando el cuerpo mientras deja la mente libre para sufrir a sus anchas, le fue carcomiendo la existencia pero ni por un solo instante le hizo abdicar de su espíritu luchador. Enrique Aguilar Gavilán se fue el pasado domingo a los 71 años dando lecciones de vida y de muerte. El profesor de Historia Contemporánea, que se mantuvo fiel a su vocación docente hasta que la silla de ruedas no le bastó para acceder a sus clases universitarias y acometerlas con la pasión acostumbrada, puso todo su empeño -que era mucho, por ser hombre de voluntad férrea- en una enseñanza final: la de cumplir la misión que el destino, pensaba él, había puesto en sus manos.

Así, en lugar de compadecerse de sí mismo, este Quijote que defendía sus convicciones con vehemencia prestó su voz mientras la tuvo a todos los afectados por la esclerosis lateral amiotrófica que a él lo consumía y por otras enfermedades consideradas raras. Desde la primera dentellada del mal, Enrique Aguilar, quizá por esa enorme generosidad que a veces le hacía pasar por ingenuo, quiso convertir su causa en la de otras muchas personas, gente anónima y económicamente más débil que él a la que defendía casi culpándose a sí mismo por el prestigio alcanzado a lo largo de una trayectoria profesional y académica intachable. Aprovechó su proyección social para reclamar atención y dinero destinados al tratamiento de una enfermedad que, optimista recalcitrante hasta en los momentos más oscuros, estaba convencido de que antes o después se curará.

Y es que no tenía límites su fe en la humanidad, como tampoco, siendo un tipo sentimental, puso nunca freno a sus grandes amores. El primero, su familia: su mujer y su todo, la catedrática de Literatura ya jubilada María José Porro -fuerte en las duras y en las maduras-, sus dos hijas, yernos y nietos, capaces de arrancarle una sonrisa aun cuando su alma blanca se le iba a cada pestañeo. Después la UCO, a la que entró en 1971 formando parte de la primera promoción de Geografía e Historia y de la que salió, tras haber sido responsable de la Cátedra Intergeneracional (1998-2002) y secretario general (2002-2006) con la jubilación en 2018. Lo hizo dando las gracias por las facilidades que se le habían ofrecido para continuar con su irrenunciable afán docente. Vivió también con entusiasmo -el mismo que empleó como director de la Obra Social y Cultural de la Caja Rural desde su fundación- la faceta de miembro numerario de nuestra Real Academia, a la que no renunció ni en las horas más bajas. Pero tenía otra gran querencia que impregnaba las demás, y era el apego del antiguo niño del barrio de Santiago a Córdoba, que presidió la mayor parte de sus investigaciones. Historiador riguroso y veraz, llevó esa predilección, enfocada sobre todo en los cambios del siglo XX y la Transición, a libros, conferencias y artículos que son una carta de amor a su ciudad. Ahora Córdoba lo ha despedido con todos los honores. Por favor, que no caiga en saco roto su lucha.