Karl Marx escribió un opúsculo que explica muy bien la revuelta actual de la llamada España vaciada. En Salario, precio, capital, el Marx menos profético explica que en el capitalismo la principal ecuación a analizar es la que dirime la retribución del capital (beneficios) en relación a la retribución del trabajo (salarios). Y en el epicentro de esa ecuación están los precios de los productos. Los beneficios provienen, fundamentalmente, de la diferencia entre costes y precios. Es lo que los expertos llaman ahora la cadena de valor y que el marxismo clásico llamaba la plusvalía. Los beneficios se pueden generar de muchas maneras: con la mejora de la eficiencia en la producción a través de la tecnología, con la innovación al generar nuevos mercados, con economías de escala a través de las fusiones o con la reducción de costes, sean de las materias primas, del personal, de las llamadas commodities (energía, etc.) o de los impuestos. La revolución neoliberal de los años 80 del siglo pasado supuso un giro radical respecto a la política económica posterior a la Segunda Guerra Mundial. Reagan y Thatcher hicieron realidad las teorías de Milton Friedman e impulsaron una nueva doctrina económica: la retribución del capital no podía sustentarse en un aumento ilimitado de los precios porque ello generaba inflación, de manera que el beneficio nominal no coincidía con el real. Es decir, a un inversor -decían- no le sale a cuenta ganar cada año un 15% más si la inflación es del 10% puesto que, en realidad, el incremento neto es solo del 5%. Desde entonces, la política económica se basa en Occidente en la reducción de costes: bajadas de impuestos, desregulaciones, automatización, deslocalizaciones, presión sobre los productores de las materias primas, reducciones de salarios, etc. Tony Judt explicó muy bien antes de morir en su libro Algo va mal que la socialdemocracia (Tony Blair y compañía) no supo reorientar ese giro y aún paga las consecuencias.

Si alguien se pasea por España no tarda mucho en comprobar que uno de los grandes hechos diferenciales, por encima de la lengua y de la cultura y casi en paridad con el paisaje, son los precios. Hacemos muchas comparativas sobre el gasto público y las balanzas fiscales o sobre la retribución de los políticos, pero muy pocas sobre el precio de los alimentos, de los pisos o de los servicios. Los funcionarios del Estado que ganan el mismo sueldo en todo el territorio saben perfectamente que no tienen el mismo poder adquisitivo en Barcelona, en Madrid o en Valencia que en Santander, en Castellón o en Logroño. Solo en las zonas turísticas los precios son más próximos a las grandes capitales que a la España vaciada.

La actual revuelta de la agricultura española proviene de comparar los salarios de los agricultores con los precios de lo que producen en las grandes capitales o en las zonas turísticas. Por eso tiene razón el ministro Planas cuando dice que hay que revisar la cadena de valor. Y por eso también tienen razón quienes dicen que subir el Salario Mínimo Interprofesional desestabiliza en empleo agrario, basado en sueldos bajos. Todo está inventado, si vives en un país low cost, al final te bajan el sueldo.