Se armó la gorda con la Delgado. El anuncio de su nombramiento como Fiscal General del Estado 48 horas después de que dejara de ser ministra de Justicia, ha despertado a las distintas bestias: las políticas, las jurídicas, las ciudadanas. Y con razón. Hablar de puerta giratoria exprés es poco. Se trata de la perfecta muestra de nepotismo psoemita. Nadie cuestiona la capacitación de la susodicha. Los 15 años de trayectoria profesional de reconocido prestigio (aunque con el caso Villarejo hemos topado), y la independencia política (pues pese a haber participado en las campañas electorales del PSOE y ser diputada por este partido, no milita en él), son requisitos con los que cumple como aspirante al cargo al que el Ejecutivo de Sánchez la ha elevado. Pero que el nombramiento sea pertinente es otra cuestión. No por no ser estético, cuestión hasta menor, como lo fue también el de dos ministros esposos del nuevo Gobierno, sino porque si uno de los atributos del ministerio fiscal es el de imparcialidad, ¿qué credibilidad puede tener ante la ciudadanía una fiscal general que ha estado del otro lado de la barrera y posicionada políticamente con un partido concreto? «El nombramiento es impecable», como lo calificaba el presidente, pero por resultar la mejor muestra de coherencia política que un miembro de esa clase puede ofrecernos. ¿Recuerdan aquel inoportuno y criticado comentario del que Sánchez tuvo que avergonzarse y corregir hace unos meses? «La Fiscalía la controla el Gobierno». Dicho y hecho. La profecía cumplida. Esperemos que no haya habido errores de cálculo, esto es, que los beneficios vayan a ser mayores que los costes, y que a Dolores Delgado no la recuerden como Lola la Gorda.

* Periodista y profesora de universidad