Para ser ministro de algo se suelen exigir unas competencias especiales y ser especialista en lo que se va a desempeñar. En todo, menos en Cultura. Prueba de ello es que el nuevo ministro de Cultura y Deporte del gobierno de Sánchez (ahora se tiene la extraña manía de mezclar la cultura con el deporte) se llama José Manuel Rodríguez Uribes, que hasta ahora era portavoz adjunto del grupo parlamentario en la Asamblea de Madrid. El nuevo ministro de Cultura es valenciano de 51 años, doctor en Derecho y profesor titular de Filosofía del Derecho y Filosofía Política. En sus méritos, se recuerda que fue discípulo del padre de la Constitución Gregorio Peces-Barba, como si eso fuera un mérito para ser ministro de Cultura. También fue delegado del Gobierno de Madrid.

Bien, estamos ante un Gobierno flamante, Frankenstein, que me gusta porque es de izquierdas, aunque con intolerables personajes independentistas y anti-monárquicos, que venden la República como si hubiera sido una época gloriosa de España, que lo fue en comparación con las dictaduras anteriores y posteriores a esa época indudablemente, pero no faltaron las traiciones y los malos usos que envalentonaron a los militares y provocaron una guerra civil con un saldo de un millón de muertos y 35 años de dictadura. Esa época, que ahora recuerda la ultraderecha con nostalgia, hay que olvidarla y crear una España sana y nueva a pesar de los enquistamientos separatistas. Pero ocurre que en Cultura estamos a la cola de Europa y al presidente se le ocurre poner al frente de ese ministerio a un señor que es especialista en otras materias. Es como si en el Ministerio de Economía pusieran a un especialista en astrofísica. Todo es lícito, todo es posible, pero por qué no se toman estos cargos en serio. Si el presidente quiere agradar a algún amigo que le dé el Ministerio de Trabajo, verá cómo se lo comen con patatas, pero la Cultura no tiene importancia, es algo secundario, impreciso, que no necesita casi ni presupuesto.

Hacer Cultura es pagar viajes de escritores, dar subvenciones a los editores y facilitar cantidades considerables a la industria del cine y un poco al teatro y a la danza. Y claro, eso lo puede hacer cualquiera. Qué más da que el ministro sea un ingeniero o un jurista o incluso podría dedicarse a la construcción. La otra parte es la de mezclar la cultura con el deporte, cuyo inminente peligro es que el presupuesto se lo fagocita el deporte y no queda nada para la cultura. Ahora, con esta política, el ministro y el Gobierno deberán nombrar a un secretario de Estado para llevar la Cultura, y a otro para el Deporte.

Recuerdo cuando en 1996 fue designada por José María Aznar como ministra de Cultura y Deporte a Esperanza Aguirre y se produjo un caos absoluto. Llegó a confundir a Saramago con una señora llamada Sara Margo. A ella la sustituyó tres años después nada menos que Mariano Rajoy, un registrador de la propiedad de nulas competencias en el ramo. También ha habido otros casos en la época de Zapatero, de pura ignorancia, pero la tenemos tan cerca y es tan importante que nos podemos quemar con solo mencionarla. También los hubo de categoría como César Antonio Molina. Así son los ministros de Cultura en España: cargos honoríficos de contento y agradecimientos. A los que valen o tienen iniciativas los cesan al poco tiempo fulminantemente.

* Escritor y periodista